Toda la condición borreguna, sumisa y entreguista del mexicano hacia la imagen de la “Gran Europa reina e imperial”, cobró modernidad en el coso Monumental.
Testigos inconscientes de ello fueron los miles que provocaron más de media entrada.
San Isidro, explotación aguascalentense, está unida a la mafia de quienes taurinamente se regulan a capricho, gusto y conveniencia de “su fiesta”, supuestamente brava…
De los potreros señalados en la foja, se desembarcaron seis bóvidos de cristalino aspecto abecerrado –sálvese el de obsequio- y sospechosos de pitones. Fueron seis ungulados, quizás para comodidad de Sebastián Castella, desbravados, de cuernitos pobres y de humilde conjunto que no hubieran asustado ni a las Madres de la Caridad.
El trastornado funcionamiento de su organismo impidió sostener a Rodolfo Rodríguez, senecto de Apizaco, el mito de El Pana (división tras aviso y notada bronca tras dos avisos). ¿Qué son los milagros?, ¿existirá explicación de ellos?, ¿alguien los entenderá?
Contraviniendo algunas leyes universales, aparecieron mosaicos mágicos deseslabonados, mismos que se deshonraron en el espectro del ridículo y la insuficiencia profesional que evidenció la ductilidad de aquel primer novillo adelantado. Sin la energía suficiente para soportar la casaca, desprovisto de ella salió en segunda edición a la escena para cuajar compacto petardo: su otro gesto, tan radical y rotundo como el de su milagrería. Alguien hizo conciencia del timo y gritó: ¡Ni yo que soy albañil hubiera toreado tan mal!…
En otro momento “Barbas de Oro” se apersonó con solides para evitar toda posibilidad de faena. De cualquier modo poco o nada hubiese valido teniendo enfrente a un becerro inflado e inofensivo al que el europeo Castella (pitos tras aviso, al tercio y palmas en el de obsequio) asesinó de un bajonazo mal intencionado.
Solidificado en una fiesta genuinamente profesional, con raíces técnicas más que suficientes, explotó la mitad de su disciplina torera: no necesitaba más para en momentos bordar al quinto torete despuntado y tan sumiso como la actitud de su criador, y al que sin pudor también mató de bajonazo.
Con el regalo, un hermoso alunarado y capuchino, reservón que fuera, se observó esforzado arrebatando excelentes muletazos desunidos. Como remate, reeditó por tercera vez el negro empleo de los alfanjes.
La indolencia, el narcicismo, el papel de divo de Diego Silveti (silencio y al tercio) y la alimaña desgraciada que soltaron en tercer sitio, produjeron una mezcla desesperante, insulsa y ociosa que de banal, causó sopor según la intrascendencia.
Más digerible estuvo en el sexto, al que si no pincha le corta las orejas, ayudado que estuvo por la obra magna del chileno Juan S. Garrido. El coleta dinástico se ve rígido de movimientos, acartonado, huérfano de soltura y demasiado amparado por un equipo que no ha podido quitarle la herencia de parecerse a su genitor. Viéndose con un torillo manejable y rajado agregó buenos ánimos, trató de encajarse en la corteza de arena y templó los muletazos, suertes con la sarga que jamás remata y menos da los terrenos de adentro. El no matar correctamente le es mal genético y lamentablemente el asunto cobró entidad cuando sacó la espada del fundón.