Creo que, a estas alturas, la opinión pública y las autoridades del Estado de México, relacionadas con el problema, están suficientemente informadas de lo que ocurre en el ámbito del transporte público urbano de ese Estado, incluyendo la guerra mediática que han desatado en contra de sus enemigos los jefes del pulpo camionero que encabeza el señor Axel García y socios, cuya única importancia verdadera reside, no en la calidad de sus argumentos ni en la veracidad de sus acusaciones, sino en su lenguaje agresivo y virulento que es claro aviso previo de que el paso siguiente será el atentado directo en contra de la integridad física y la vida misma de sus adversarios. Y, naturalmente, que todo mundo está enterado, también, de la respuesta que los agredidos y amenazados – entre ellos la fuerza popular y los dirigentes históricos del Movimiento Antorchista mexiquense – se han visto obligados a instrumentar en uso de su derecho a la legítima defensa.
Teniendo en mente, sobre todo esto último, considero innecesario insistir en la refutación de los ataques, calumnias, injurias y amenazas de los zares del transporte urbano mexiquense, o meterme a demostrar la total falta de respaldo fehaciente de sus incriminaciones irresponsables, cosa que ya han hecho sobradamente mis compañeros. No obstante, creo mi deber ineludible hacer pública mi solidaridad personal, y la del antorchismo nacional que represento, con los antorchistas del Estado de México, hoy tan gravemente amenazados e impunemente injuriados por el poderoso gang de Axel García y sus padrinos (y socios) políticos, y en particular con quienes corren el peligro mayor: la diputada Maricela Serrano Hernández y el biólogo Jesús Tolentino Román Bojórquez, ambos corazón y cerebro del antorchismo mexiquense. Trataré de cumplir mi propósito de la manera más racional que la situación me permita y daré mi punto de vista sobre el problema en los términos más desapasionados, objetivos y veraces a mi alcance, buscando hacerlos entendibles y atendibles por el gobernador del Estado, sus funcionarios y la ciudadanía afectada por la violenta arremetida del pulpo camionero.
Creo sinceramente que la guerra de liquidación emprendida por el referido gang en contra de sus propios trabajadores insumisos, de Antorcha, de sus líderes y de sus competidores de Zumpango, está irremediablemente condenada al fracaso, aún en el nada deseable caso de que se decidieran, en un arranque de desesperación suicida, a eliminar físicamente a quienes acusan arbitrariamente de sus problemas. Y eso por dos razones esenciales y, a mi juicio, irrebatibles. La primera es la equivocación rotunda de pensar que el descontento, y el progresivo desmoronamiento de su otrora monolítico e inexpugnable imperio camionero, es el resultado de la labor de zapa que vienen haciendo en su contra gentes extrañas a sus dominios, es decir, en culpar de todo, ya sea a un grupo rival que anhela quedarse como dueño absoluto del negocio, ya sea a la ambición política de los antorchistas, que andarían buscando acrecentar su membresía mediante el recurso de robarle las gallinas; o ya sea, finalmente, a la acción combinada de ambos enemigos. Y es fácil comprobar tan garrafal error de apreciación: bastaría preguntarse dónde, cuándo y cómo, esos enemigos se han podido introducir en sus dominios para echarle la gente encima; dónde, cuándo y quién ha visto a Tolentino, a Maricela, o a cualquier dirigente antorchista, arengar a su gente incitándola a rebelarse en contra del monopolio que los ahoga. La respuesta obvia es que eso no ha ocurrido nunca, en ningún lugar y de ninguna manera; que, por tanto, no hay más alternativa que aceptar que las causas del descontento son de carácter intrínseco, son la consecuencia natural e inevitable de los abusos de todo tipo (legal, personal, laboral, económico, etc.) a que, desde siempre, han tenido sometidos a los verdaderos prestadores del servicio, a los trabajadores del volante. En pocas palabras: que los únicos y verdaderos culpables del problema son los mismos dueños (y casi exclusivos beneficiarios) del monopolio, que no se han dado cuenta de que el país está cambiando, de que la nación está en efervescencia y exige mejor trato y mejores condiciones de vida para las mayorías trabajadoras. Si, en vez de andar buscando chivos expiatorios, esos señores comenzaran por revisar y recortarse su propio rabo, ya demasiado largo, estarían en el camino de modernizar su negocio y darle a su liderazgo la estabilidad reclamada por las actuales circunstancias. Deberían saber que nunca fue solución para ningún problema, grande o pequeño, el recurso, fácil pero tonto, de echar las culpas propias sobre espaldas ajenas.
La segunda razón es de carácter estructural. Sucede que nuestra economía, firme creyente y más firme practicante aún del libre mercado, obediente por tanto a la ley de la utilidad marginal para determinar los precios de equilibrio de bienes y servicios, exige como condición indispensable, para bien funcionar, que los compradores, al elegir sus preferencias, obedezcan sólo a su propia voluntad, libre y soberanamente ejercida, sin ninguna influencia externa que la distorsione, y que la oferta se integre con satisfactores que compitan entre sí en igualdad de condiciones, es decir, reclama como imprescindible la llamada “competencia perfecta”. Esto excluye, por principio, al monopolio. Es verdad que la competencia perfecta no se da en ninguna parte del planeta; pero es cierto también que las economías más desarrolladas han definido con precisión dónde, en qué ramas de la actividad económica y por qué razones resulta posible, y a veces necesario, tolerar un monopolio. Y en un mundo de tan precarios equilibrios políticos como el nuestro, donde la paz y la estabilidad de los países se mantiene a duras penas a la vista de la manifiesta incapacidad del modelo para distribuir, por sí mismo y de manera equitativa, la renta nacional, los monopolios en actividades cuyos bienes y servicios sean de consumo masivo no pueden ser objeto de la tolerancia mencionada. Un monopolio que encarezca artificialmente los satisfactores populares es más subversivo y peligroso en nuestros días que todos los discursos radicales en contra del capital, e, incluso, que la propia guerrilla.
Y uno de tales satisfactores es, justamente, el transporte público. Por eso, el pulpo de Axel García y socios está condenado; y no por Antorcha ni por los transportistas de Zumpango, sino por su incompatibilidad absoluta con la modernización económica del país. Su disyuntiva de hierro es renovarse, moderarse o morir; y si hoy el Dr. Eruviel Ávila no lo ve así, el futuro presidente sí tendrá que encarar el reto si quiere hacer de México un país moderno, productivo, equitativo y triunfador. Tales metas se excluyen radicalmente con dinosaurios económicos y políticos como el pulpo camionero de Axel García y socios, y habrá que elegir entre estos y la ruta de progreso que el país reclama.