Siempre que sufrimos la ola de calor de los meses de abril y mayo, irremediablemente, mi mente viaja a las paradisiacas costas del estado de Guerrero, particularmente a Ixtapa-Zihuatanejo, sitio de nostalgia personal. Añoranza de un tiempo, de una tierra, de una cultura, que de alguna extraña forma me forjó. Allende de los paradisiacos paisajes, del encantador mar y de la infraestructura hotelera y turística de la Costa Grande de Guerrero, mi viaje mental personal me lleva a aquella tierra donde las relaciones sociales escapan al estereotipo occidental de la vida. Extraño ese Guerrero donde visite Las Grutas en Xitlala, donde comía ostiones en El Arbolito de Zihuatanejo, donde pasé una semana en la Sierra de Petatlán buscando chaneques, -una especie de duendes que se dice habitan en las riberas de los ríos y en los ojos de agua, y que tienen la peculiaridad, en el acervo cultural guerrerense, de considerarse seres que los niños pueden ver en cualquier sitio y los adultos no. Los adultos únicamente los pueden ver en su morada, por eso viajamos a la Sierra a buscarlos en su lugar de residencia-, donde alimenté venados caída la tarde en la Isla de Ixtapa, pero sobre todas las cosas, echo de menos a esa gente que tuve la fortuna de conocer durante mi residencia allí, desde los amigos entrañables hasta los hechiceros consagrados como Coralillo o doña Chalía, quienes con su presencia y rol le daban a la sociedad guerrerense ese toque de magia y misterio que hace del Sur de México un sitio que aún se debate entre la modernidad y las fundaciones mágicas de la existencia. Todos, tenemos en nuestro haber algún sitio y alguna época que representan nuestra “Edad Dorada”. Los más afortunados, poseen varios. La Feria de San Marcos podrá representar para varios ese sitio idílico, donde fuera de las reglas habituales encontraron su momento de felicidad y distención. Lo que sucede con esos lugares vacacionales, es que la gente va a ellos en su mejor momento, regularmente. Uno va contento, a descansar, despreocupado, desconectado del habitual traqueteo de la vida cotidiana y sus bemoles y contratiempos. Así, cuando uno está de vacaciones, se encuentra en su mejor momento: alegre y despreocupado y generalmente con recursos económicos suficientes para garantizar la diversión y el esparcimiento. En Guerrero comprendí que nuestro México es un mosaico de colores y culturas, unidos meramente por una superposición de un idioma común a la mayoría y una estructura política. Lo mismo que sucede en España, donde catalanes y gallegos, asturianos y vascos, no pueden ser más diferentes entre sí; igual que en Estados Unidos entre los sureños de Nueva Orleans y los bostonianos, o los canadienses con sus quebecuas frente los pobladores de las Grandes Praderas de Calgary y Edmonton. Cada país contiene en sí mismo diversidad cultural y regional: submundos que no se pueden sumar en la constitución de un todo llamado nación. Ser mexicano, no es un modo de ser absoluto. Cada mexicano es, primero, en relación a su región y a su subcultura. Los cubanos de la Habana no son iguales a los de Santiago, ni los puertorriqueños de Ponce son lo mismo que los de San Juan. Siempre la particularidad de la cultura inmediata que nos rodea nos hace, nos forja por sobre la arbitraria imposición de una cultura general o de índole nacional.
Inclusive, para quienes compartimos la misma cultura natal, y semejantes condiciones de formación, la individualidad aflora en cada persona, haciéndonos distintos de los demás. Ni siquiera entre hermanos nacidos y crecidos bajo un mismo techo existe una comunión total. Estas diferencias de ser, hacen que la vida sea excepcional y valiosa. Por ello cada uno tiene, en su propia vida, su particular sitio y época de su “Edad Dorada”. Estoy consciente de que nuestro proceso intelectual nos empuja, por fuerza de economía y facilidad, a pensar en estructuras cognoscitivas, en bloques de racionalización, que nos permiten acercarnos a la realidad con una preconcepción que hace más fácil la posterior exploración de las cosas. Así, partimos de la base de entender que una persona nació en Argentina, y a partir del concepto genérico comenzamos a conocer al individuo, ratificando o negando la preconcepción genérica que de él teníamos. Estos estereotipos nos ayudan a entender al mundo y a las personas, pero no poseen mayor validez que la mera aproximación que contienen. No se puede prejuzgar a nadie por este tipo de estructuras intelectuales, ni favorable ni desfavorablemente mente. No es válido, ni es una aproximación real. Estos juicios de valor habitualmente producen conflictos como la discriminación, o la segregación. No todos los vascos son terroristas y separatistas etarras, no todos los mexicanos son narcos, no todos los japoneses son trabajadores, no todos los cubanos son santeros, ni todos los judíos son materialistas. Pensar en estructuras cognoscitivas es parte del proceso intelectual humano, pero también lo es, la capacidad de modificar las ideas preconcebidas sobre cualquier respecto. Hay que entender que muchas de las nociones generales que hemos aprendido no son verdades, y que es necesario, siempre, ejercer juicios de valor sobre experiencias personales y no aplicar indiscriminadamente estas valoraciones a los conceptos genéricos como si se aplicaran en cada caso. En otras palabras, es necesario aplicar el intelecto en cada ocasión de la vida.