La indefinición de la candidata de Acción Nacional a la presidencia es, fuera de los numerosos tropiezos y errores en la organización de eventos y giras, seguramente el rasgo más claro de su campaña.
Su falta de posicionamiento en varios temas clave ha sido objeto de elogios: “una lámina en blanco”, la ha llamado un gobernador de su partido, “en la que cada persona puede proyectar sus esperanzas”, pero también de críticas: “una candidata vaporosa y leve”, la llamó recientemente Sergio Aguayo, bien por deficiencias en su personalidad o por una mezcla de complicidad e impotencia frente a los intereses creados y los hombres de su partido.
Sin embargo, hay una cosa en la que ha sido bastante clara, quizá hasta machacona: promete formar un gobierno de coalición si resulta victoriosa el próximo 1 de julio. Esto es, un gabinete con miembros de distintos partidos a cambio del apoyo de un Congreso que se predice dividido.
Conviene ahondar sobre este tema, pues ya el año pasado un grupo de personalidades del ámbito académico y político realizó un pronunciamiento a favor de la formación de un gobierno de este tipo en 2012. Un espaldarazo a una propuesta realizada por Manlio Fabio Beltrones unos meses atrás.
Los argumentos que defienden esta reforma son presentados casi como de sentido común: la cooperación entre poderes y el fin de la parálisis legislativa, la gobernabilidad que permite una mayoría cómoda, la modernización de nuestro presidencialismo para adaptarlo al pluralismo, o una incipiente parlamentarización del régimen político mexicano. Sin embargo, la experiencia y el trabajo académico señalan que esta propuesta, en caso de implementarse, no sólo puede fracasar en el logro de sus objetivos, sino traer una serie de problemas nuevos a nuestra vida pública. Me explico:
El principal argumento a favor de un gobierno de coalición es que daría incentivos para formar acuerdos entre el Gobierno y el Congreso, poniendo fin a la parálisis legislativa que mantiene reformas fundamentales en el congelador. Pues bien, una investigación de los profesores José Antonio Cheibub, Adam Przeworski, y Sebastián Saiegh (Government Coalitions and Legislative Success Under Presidentialism and Parliamentarism, aparecida en el British Journal of Political Science) concluye que la relación entre coaliciones y éxito legislativo es, por lo menos, dudosa. Tras un estudio de cientos de casos que examina la proporción de iniciativas legislativas del Ejecutivo que son aprobadas por el Legislativo en diferentes tipos de gobierno, se concluye que los gobiernos de un sólo partido (sin mayoría parlamentaria) legislan de forma tanto o más exitosa que los gobiernos de coalición, sea esta una coalición minoritaria o mayoritaria. Más aún: el poco éxito de las coaliciones en este sentido es más notorio aún en regímenes presidencialistas, como el nuestro, que en parlamentarismos.
Otra idea recurrente a la hora de justificar la propuesta de gobiernos de coalición, que tampoco se sostiene, es el que un gabinete será mejor o de mayor calidad simplemente por estar ratificado por el Legislativo. Como ha señalado el politólogo Fernando Dworak, la ratificación es una decisión política, no técnica, y poco tendría que ver un filtro de este tipo con la destreza o inteligencia de los secretarios de Estado que se postulen.
¿Y qué hay acerca de los nuevos problemas que puede ocasionar?
En regímenes como el nuestro, donde no existe la reelección como sistema de castigo-recompensa, la única forma de castigar o premiar el desempeño de un funcionario electo es votar o no por su partido en las siguientes elecciones. Así de difuso es el alcance del “voto retrospectivo” en México. Las coaliciones, en lugar de potenciarlo, podrían eliminarlo del todo, ya que uno de los supuestos de la teoría del voto retrospectivo es que los votantes sean capaces de evaluar las políticas de los gobiernos y asignar responsabilidades; podría no cumplirse al enfrentarnos a un gobierno formado por múltiples partidos. El responsable de las políticas se volvería menos identificable para el ciudadano, y la asignación de responsabilidades se haría más difícil.
Y, finalmente, el problema más grave es la posibilidad de que un gobierno de coalición podría, queriéndolo o no, resucitar prácticas autoritarias, al buscar que el presidente cuente con mayorías estables que le permitan determinar libremente, y sin contrapesos, el rumbo del país. Que el Legislativo pierda de este modo su papel de vigilante del Ejecutivo, es algo especialmente negativo en un régimen presidencial y en un contexto de transición política como el nuestro. Esto ya ocurre en algunos regímenes parlamentarios, donde el Legislativo se convierte en una mera caja de resonancia del Gobierno debido a amplias mayorías y una dura disciplina partidaria. Entramos de lleno al dilema entre democracia y autoritarismo (disfrazado de eficacia), que comienza a permear gran parte de nuestra vida pública.
Me parece que la discusión sobre los gobiernos de coalición en México está impregnada de dos características de nuestro pensamiento que apuntan en direcciones opuestas pero tienen una influencia igual de negativa: el “fetichismo institucional”, que cree en la existencia de un arreglo institucional ideal y quiere importar sin más modelos provenientes del extranjero, y la defensa de un “excepcionalismo” mexicano, que hace que en México seamos impermeables a experiencias e investigaciones allende nuestras fronteras. De ahí la pobreza del debate.
Lo cierto es que en México ya ha habido gobiernos de coalición a nivel subnacional, y no han sido especialmente exitosos: la rebatinga de cargos y el cuotismo las han vuelto disfuncionales. El ejemplo oaxaqueño es el más claro de todos. ¿Qué hace pensar que estos problemas no se replicarían en el plano nacional? No sólo porque nuestro régimen haría difícil su buen funcionamiento, sino porque las coaliciones exigen de sus miembros más pericia, mayor dominio del arte de la política y, sobre todo, disciplina.
Ante la evidencia, creo que el que Josefina Vázquez Mota apoye de forma tan clara esta propuesta es otro tropiezo en su campaña. Una muestra más de que comparte la suerte de su partido, que se definió siempre como oposición y ahora es incapaz de definirse por afirmación. Cada vez es más claro que a la candidata no la hacen “diferente” (su slogan) ni sus posturas ni sus propuestas, sino su condición de mujer, sin que esto implique una agenda progresista y de empoderamiento femenino.
Twitter: MaxEstrella84