Pamplona ahí está, aún cruda, aturdida, azorada y temblorosa; pasaron por ella los “Sanfermines”, dementes, escritos, popularizados, dimensionados por Hemingway, absurdos y revolucionados. Ríos y fuentes de tinto se desbordaron hacia sus ramblas. No es manifestación que se explique con un inflexible razonamiento; es materia en movimiento de una fiesta tan religiosa como la finca de un monasterio y tan pagana como una orgía sodomita.
Si, es cuenta para la suma del anuario del 2011. Corrieron cascadas de gentes atrás y delante de los hierros clásicos –Miuras y torrestrellas incluidos-, y dieron la cara matadores que sostuvieron su cartel, triunfadores y desapercibidos. De los mexicanos solamente se anunció al jalisciense Arturo Saldívar quien ante un lote no apto para el corte de orejas, duro y astipuntal criado en los suelos de Los Alburejos, se plantó y se presentó como matador en Pamplona con una tesitura, por ahora, mediática.
Festividad taurómaca más atrayente para los extranjeros, y más conocida en el planeta no la hay. Por allá van, a hora temprana –no importa la carga de la noche recién cerrada-, se visten de blanco, se anudan un pañuelo al cuello, solo se registran y entran a las calles que marcan el trayecto, dominio del toro, y corren, huyen de un burel desmandado y de sus propios miedos y pecados secuestrados muy en el escondite del fondo de su alma. Toreros improvisados que a cuyo único triunfo que pueden aspirar es a platicar su experiencia, ya añosa, a sus hijos, y mejor a sus nietos.
Para cuando el “contingente” arriba al ruedo del coso, las gradas están renchidas. No cabe una sola aguja más en esos escaños de cemento recio, soportadores de masas humanas, materia, deseos, impulsos e instintos que únicamente tienen espacio de liberación en una fiesta como la del santo Fermín.
Entrados el encierro a los departamentos de toriles y los bellos cabestros a las corraletas, el edificio taurino se vacía; pero solo por unas cuantas horas. Ya en los estanquillos de los boletos no hay talón sano. Al sonar baquetas y aires anunciando el inicio del paseíllo, otra vez la plaza parece que va a tronar, a estallar su cuerpo arquitectónico de tan llena, lanzando en su descomunal expelición a todos cuantos están en su vientre. Es la corrida, rito que sigue su tradicional norma en medio de donde parece que no hay ni puede existir alguna.
La muchedumbre borracha grita, aúlla, hace coros, canta desentonada “El Rey”, canción popular y vernácula mexicana hija del sensible y tormentoso de Dolores, igual emite coros españoles conocidos, propiedad del dominio público; también ingiere alimentos y le da continuidad a su interminable episodio de embriaguez. En algún momento de la función taurómaca, en grupos gigantescos van a los tazones, embudo recibidor y director de las inmundicias, a desahogar el cuerpo, descansarlo para luego poder continuar con la cena de negros, para volver a intentar hartarlo, maltratarlo en el juego incomprensible que es forzar sus funciones biológicas.
¿Qué cultura estrictamente taurina se antoja que este pueblo espontaneo, este reunido anual pueda tener? Es un público feriante. El divertimento general –aparentemente a costa de lo que sea, menos en la seriedad de la fiesta- tiene aposento central en la intención de todos. Es el objeto casi único de ir a esa localidad navarra. Ahí es tierra condonada de los sermones de quienes advierten que hay infierno, o de la moral que quiere imponer la comunidad religiosa; muy a pesar de que se “venera” a un santo católico.
Pero… ¡milagro! Cuando en un indefinible momento se saludan y estrechan varios elementos –atmósfera, estado de ánimo, actitud y aptitud de los expectantes, toro y torero de probada legitimidad- todos se vuelcan al arcano hechizo del toreo; el pagano se aviene a los lineamientos, el descreído se convierte, el inconsciente regresa al estado de lucidez y el impertinente toma cordura. Se aplauden y premian entonces las virtudes mejor conocidas de los diestros; igualmente se rinde pleitesía al burel noble, encastado y de clase.
Hay algo atrás en todo esto: el toro pleno y una observación cabal del reglamento. El estándar de valorizaciones taurinas se respeta y la empresa no se justifica con su perfil de ser feria dedicada a feriantes para de modo cómodo y con escasa o nula ética contratar el toro apócrifo y descastado, como sí, lamentablemente, sucede en muchas partes de México.
Por ello es que Pamplona y su feria son también puntos rojos en el mapa de las ferias que otorgan o quitan, ascienden o descienden a los diestros en España.
Los valores taurinos en Pamplona son incorruptibles. Parecen tener la entereza y la pureza de una virgen en medio de un burdel.