Erase una vez en el gran reino del dios Tauro, un ser valiente, que no temía a nada, arrojado, bizarro, de temple probado; era un “quijote” raro, en cuya mano derecha llevaba y esgrimía, en su momento, garrocha y filo. Enfrentaba a bestias fieras, e igual, si se le hubiese confrontado habría peleado con dragones medievales de alas descomunales, largas colas y exhalaciones de fuego. En el escenario se inmolaba; aunque las más de las ocasiones moría la mitad de su cuerpo por heridas salvajes, se reintegraba y continuaba en la lucha. Otras, moría completo, pero con estigma de héroe.
Luego de años largos de generosamente dar romanientes de su caliente y muy roja sangre, se acorazó; la parte moral de la vida, autora de la fantástica historia, aprobó que para protegerle y permaneciera durante toda la epopeya, se le cubriera medio cuerpo con una protección a la que se llamó peto, y que le brindaba una menor exposición ante los enemigos bravos y encastados que le atacaban sin piedad ni cortapisas. Su labor seguía siendo básica; sin él los desenlaces hubiesen sido distintos, absurdos e inesperados.
Esta historia puede tomar características de cuento pasado y cobrará espacio en una hoja en la extensa enciclopedia de la historia de la tauromaquia si se continúa apuntando hacia ese horizonte, el del descastamiento y la empalagosa nobleza del ganado de lidia.
El domingo 12 de este mes que embiste, en el coso más grande del planeta, la “Señora de Insurgentes”, se reveló un boceto de lo que puede terminar con adjetivo de “algo que existió”, es decir de la fabulosa, bella, primordial y extraordinaria suerte de varas.
La falsa doctrina que tiene como axioma el feminizar la fiesta brava, o, fiesta de toros, no fiesta mansa ni fiesta de toreros, puede acabar con ese complemento del primer tercio.
Sigue siendo el enemigo más peligroso, ese grupo de mojigatos, compadres, abusivos y malditos que en sus mismas entrañas tiene la fiesta.
La faena de varas, bella, caliente, impresionante, es, además de lo dicho, técnicamente para descongestionar al burel de la adrenalina, según razón zootécnica; y de domeñar, restar y moldear, de alguna manera, la potencia del bovino para que la lidia, ya en su parte muletera, desemboque en trasteos que contengan la serie de ingredientes que actualmente emocionan a los aficionados.
Pero el toro va a las arenas a también presentar una tesis, un examen de su casta, a honrar su linaje; y la suerte de picar es quizás uno de los tramos más severos y determinantes en la cala de la bravura. Y la bravura la externa el toro al arrancarse de largo, cuando le dejan los matadores o subalternos, al conjunto que le reta, en el caso, equino escudado y jinete armado, y al llegar al objetivo aventar la testa abajo del metálico estribo y ahí atacar, y una vez encelado en el peto pelear tan arduamente hasta que sea notorio que toda su fuerza ancestral la soporta en su tren superior, levantando, o casi levantando las traseras.
Toda esa emoción derramada se desvanece gota a gota, suavemente, sin que la mayoría se de cuenta de la desgracia. El domingo 12, sigue la referencia expuesta en rayas antes, al encierro mal presentado, propuesto por dos hierros: Teófilo Gómez y Los Encinos, apenas si se le enseñaron los filos de las almendras. Aquello fue realmente una simulación de lo que es la suerte de varas. El colmo, el tercer astado, de Teófilo, hierro de siempre en calidad de tapete de pies al servicio sobre todo de los coletas extranjeros, no supo lo que fue una herida en la cruz, acaso sí de los palitroques. Al llegar al peto, el varilarguero insinuó discretamente que había encajado el metal en su cuerpo, sin embargo la suerte fue apócrifa, como apócrifo resultó el ya dicho encierro. ¿La decisión de actuar y fingir la pica?, ¡nada!, todo “justificable”… el descastamiento y debilidad de las reses que no soportan más allá de ver las puyas. A este trote llegaremos muy pronto a ver “corridas sin picadores”… cuando del ardiente escenario desaparezca el picador de toros.
Todavía más; al animal aquel, sin belleza en sus hechuras, abecerrado y gordo como todos sus bovinos compañeros de desgracia, que hizo aparición en séptimo lugar bajo la ventaja del obsequio, y llegado de los forrajes de Teofilito, se atrevieron a indultarlo. ¡Muy a pesar de que en el primer tercio –siguiendo con la parte medular de esta columnilla- apenas le afeitaron el pelaje de la cruz.
El abusivo peninsular, Sebastián de nombre, luego de hacer una faena con un alto grado de valores estéticos pero sin el agregado del mérito de la autenticidad, y a sabiendas de que andaba destanteado con el arma de matar, negoció, lo cual le resultó muy fácil, el perdón al ungulado. Prefirió compartir el “triunfo” que ser expelido del coso en hombros y empuñando el de cerdas en la diestra.
Contrario me pronuncio ahora de que el indulto No. 26 en el coso de la “Ciudad de los Deportes” fue polémico, ya que no hay duda, el animal fue claro que no lo merecía ya que no cumplió con una sola de las virtudes para merecer semejante halago. Pasó que el público de la México ya no sabe distinguir lo que es pasar a lo que es embestir, lo que es la nobleza de la sumisión, lo que es un toro genuino y uno apócrifo. Y, como dejó escrito Guillermo Sureda, confunde lo que ve con lo que quiere ver.