Ese aroma de las rivalidades taurinas, la que produce las corridas emocionantes y que debería ondular siempre en el ánimo de los coletudos, se percibió en la arena después de que Mario Aguilar gritara a sus alternantes, con la voz de sus suaves engaños, que había salido al escenario a triunfar. Después de aquello, de las orejas que le arrancara a su primer rival, el éxito se fue revelando para goce de los que cubrieron con su dinero un billete de acceso a los escaños del mayor coso de Aguascalientes.
Este fue el tono de la Corrida de las Calaveras que se derramó delante de un tercio de entrada en la “Gigante de Expo-Plaza”.
Para el efecto, la dehesa de San Isidro remitió un encierro que manifestó aspecto de jovenzuelo, de bien servidos pesebres, sin embargo la importancia de éste descansó ahora en la finura de todos los ejemplares, el juego global que dieron y la formidable lidia de los soltados en cuarto y quinto sitios. Si el público le dispensó sus aplausos en el arrastre al tercero, sin quizás merecerlos, no aquilató de igual forma la lidia de aquel, el cuarto, justo, que tuvo virtudes claras como para haberlas premiado de cualquier manera.
A Fabián barba, mil concesiones sin la menor exigencia le regaló su primero; el bovino fue de aquellos noblotes que dejan estar a los diestros. Sin embargo Fabián no explotó en el tono que se le proponía por las circunstancias. Algún lance, un quite a la trágala y un trabajo muletero muy por debajo de otras tardes que ha dado sintetizó su primera intervención. El mal uso del acero fue la tijera de corte a un intrascendente tramo.
Como gallo cortado se posó de hinojos a porta gayola y engranó una serie de largas cambiadas, esto ya al enfrentar a su segundo, no obstante lo más estético y calibrado lo hizo de pie: mandiles, recortes, gaoneras y la larga brionesa ahí están. Después todo se transformó en desorden y huracán inmoderado; valiente y afanoso sí lo estuvo. Muy buenos instantes dejó en el anillo, es cierto. Pero el recorrido, la clase y la fijeza de la res eran para más y mejor. Ahogado por la poca distancia que impuso el aguascalentense, la faena quedó como orgasmo trunco. Luego de un bajonazo se le incentivó con un auricular.
Con la inmovilidad del tronco del cuerpo, consecuencia de la seguridad, el acompasado juego de brazos, producto del oficio, Joselito Adame cargó la suerte en las verónicas, fraguó chicuelinas y prendió fuego con facultades atléticas en el segundo tercio. Durante la parte complementaria el “Sanisidro” reventó en raza; de siempre atento se mantuvo al sitio donde se le retaba. Adame, en tanto, a más de empeñoso desconcertó y en algo extravió el temple, el sitio y la circulatura de una mejor faena. Salió al tercio después de haber matado a su antagonista con tres cuartos de acero.
Un esplendoroso quite por “zapopinas” y espectacular tercio de banderillas fueron el prólogo de un trasteo largo, de muletazos estupendos pero en algo huérfano del arte total y el sentimiento desnudo. El astado fue de concurso; emocionó su cúmulo de cualidades como fueron la fijeza, el recorrido, la clase y el ritmo ejemplares. Sus restos fueron justipreciados con el arrastre lento. Antes, Adame lo despeñó de una gran estocada y las orejas del subrayado bovino fueron a dar, cobijadas por división de opiniones, a sus manos.
Y llegó con Mario Aguilar el sueño, pero de arte, expresión y lentitud, dándole con ello razón al temple. Así con capa fue como con muleta. Y lo protestado de las embestidas del cuadrúpedo, que al ser acosado se adhirió al piso, se corrigió. Lo mejor que manifestó el joven espada fue sobre el costillar derecho. Aquellos sus muletazos desparpajados se revelaban y tomaban sutil cuerpo por sobre los dobleces de su muleta que en un desmayo sublime aparecían como espectro y desaparecían dejando la sensación extraña de lo que se sitúa en medio de la fantasía y la realidad. Las orejas del astado fueron el premio también al espadazo insuperable con el que despachó al bicorne, y las izó alegremente en paso de triunfo por sobre la circunferencia.
Cerró Mario la función con la cadencia de su percal; y al empuñar la tela púrpura formó una faena templada y torera, con firmeza en los pedestales y mando en la extensión de sus brazos. Esto delante de un animal con clase en la embestida pero tardo y que concluyó parado y rajado al amparo de las tablas. El diestro, en su momento, perdió una posible oreja al pinchar en varias ocasiones.