Anécdota con canción. Se enamoró de su maestra. Debido a lo mucho que la quería, le resultaba imposible estudiar, no podía concentrarse y la imagen de ella acaparaba sus pensamientos. Debía consagrar una noche a preparar el examen final. Llegó la madrugada y él no pudo concentrarse, la imagen de ella ocupó cada segundo. Años después, José Guadalupe Esparza le compuso una canción a la maestra que le robó el sueño —y que probablemente lo reprobó—. El amor infantil de Esparza no carece de desesperación —el dilema entre aprobar la materia o dejarse llevar por la pasión lo abruma—, incluso llama tontos a los libros y les reclama: “cómo quieren que sus letras entren en mi mente”.
Digresión lexicológica aunque motivada. Aunque escondido en un rincón del diccionario, es posible encontrar un vínculo entre ser un tonto y ser un terco. De la locución “ponerse tonto” se dice que significa: “Mostrar petulancia, vanidad o terquedad”. Así, es posible aventurar que cuando el pequeño José Guadalupe enamorado —y el adulto cantador— tacha de tontos a los libros, en realidad los está acusando de terquedad. Los libros, necios, insistentes, incansables, siguen intentando colar sus letras al discernir embelesado del estudiante.
Un par de epílogos que no lo son, sino sólo de la primera parte de esta colaboración. Con la certeza de que perderá el semestre, un resignado José Guadalupe solicita el perdón de los libros. Y aunque no ha aprendido nada, una esperanza lo alienta: verá a su maestra en clase y, quizá, podrá abrazarla y besarla, “aunque el examen no pase”.
Resulta interesante que, a pesar de que los “tercos” son los libros, Esparza se disculpa con ellos por no haberles hecho caso. La insistencia de las letras no era una molestia sino una respetable competidora frente a las mieles del amor. Su derrota —la de los libros— se debió menos al desprecio del lector que a una urgencia prioritaria.
El Museo Descubre como guarida de tercos. La feria del libro es una celebración de testarudos. Año con año se programan conferencias, presentaciones de novedades, encuentros entre escritores, conciertos y, por supuesto, exposición y venta de libros.
Los organizadores son unos obstinados pues, sabiendo que la piratería en internet abunda, que la lectura no es nuestra afición primordial, que la política se ha decantado por el analfabetismo, que la televisión es una amante posesiva, en fin, que la flojera es una piedra hercúlea que nos impide movernos, siguen apostando por los libros y, por supuesto, por todos nosotros, los lectores —aunque seamos sólo potenciales—.
Los libros también son porfiados. La oferta puede ser ingente o modesta, la cuestión es ahí podemos pasar un par de horas rodeados de libros. Ahí nos están esperando, discretos e inamovibles. Novelas, ensayos, libros carísimos y otros que frisan la ganga, ediciones pequeñísimas —e ilegibles— y otras impecables. Y no desesperan, mientras algunos ostentosos se muestran hasta arriba de las mesas, al frente de los mostradores; otros esperan agazapados a quien le gusta explorar, buscar y rebuscar entre las ofertas. Los libros prometerán autores mexicanos y extranjeros, clásicos y contemporáneos, misterios policiacos y poesía de primer nivel, ensayos sobre nuestra historia y la enciclopedia más famosa del mundo, premios Nobel y noveles fantoches; vampiros, Harry Potter y Charles Dickens. Y cumplirán.
El párrafo donde los caminos convergen. José Guadalupe, Lupe para los fans, tuvo un buen pretexto para abandonar los libros esa noche, el amor que sentía era tal que incluso puso en riesgo su semestre —y segurito reprobó—. Lo más probable es que no se haya arrepentido. Nosotros tenemos, seguramente, potentísimas razones para no ir a la feria del libro, para no comprar novelas, para no leer. Cientos de cosas parecen más importantes que sentarse a recorrer historias sobre un fondo blanco. El México bárbaro, resucitado y reforzado de unos años a la fecha, aunque menos atractivo que la maestra guapa de la escuela, es más ruidoso, más llamativo. Parece que la violencia quiere ocupar nuestras mentes sin dejar espacio para nada más. Una diferencia capital me hace preferir las razones de Lupe sobre las de muchos otros —sobre todo las de los otros no enamorados—. El sacrificio de un semestre escolar en aras del enamoramiento parece razonable. Dejar de leer porque la realidad nos fastidia —o porque somos unos flojazos—, es inaceptable.
Invitación a la obstinación. Las matanzas, las balaceras, son una triste obstinación. El secuestro, la extorsión, el robo, el asesinato, son deprimentes necedades. Ante tanta cabeza dura, no queda oponer sino cabezas más duras, necedades más brillantes, la obstinación correcta. Leer probablemente no nos haga mejores personas. Leer no soluciona la economía. Leer no convencerá a nadie de abandonar las filas de la delincuencia. Leyendo quizá no aprendamos nada. Pero la esperanza de abrazar los libros, todo eso podría ocurrir, debería alentarnos a hacerlo. La historia no nos perdonará si no pasamos el examen que ahora padecemos.
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