Holly Golightly desayuna galletas danesas y café mientras contempla los aparadores de Tiffany’s. Holly Golightly no se deprime, no padece the blues sino the reds, el temor inexplicable. La traducción, libérrima y no por ello desatinada, transforma ambos sufrimientos en días de colores, azules y rojos. Holly es una escort que vive de los dólares que le proporcionan sus “enamorados” millonarios, es una niña que espera el regreso de su hermano Fred, es una chica casada a los catorce años que huyó de su marido y su pasado. Ahora tiene diecinueve y ha conocido a Paul Varjack —al que se empeñará en llamar Fred—. Paul es un aspirante a escritor que no escribe y que vive de los cheques de su distinguida amante EE (los caballeros no tenemos memoria, ni desatamos iniciales). Holly está loca por Tiffany’s: cuando los días rojos atacan, cuando el temor la invade, le basta tomar un taxi, ir a la joyería y relajarse con la quietud y el talante orgulloso del lugar.
Holly y Paul salen a pasear a la ciudad, ella lo lleva, por supuesto, a Tiffany’s. Y Paul, y nosotros, entendemos por qué ella quiere vivir en un lugar como ése. No son los diamantes, ni los candelabros, ni los precios. A pesar de tener sólo diez dólares, el empleado de la joyería los atiende de forma impecable: les ofrece un “marcador de teléfono” de plata que ellos rechazan por no ser suficientemente romántico. A la pregunta de si les pueden grabar un anillo, responde sin dilación que sí. Se percata de que el anillo no fue adquirido ahí sino que venía como regalo en unas Cracker Jack —palomitas y cacahuates endulzados—, sin embargo, no se retracta. Cuando ella le preguntan si la joyería no sentirá que el trabajo no está a su altura, él responde: “Es algo inusual, madam, pero debe saber que Tiffany’s es muy comprensiva”.
Hace un par de días cortaron la luz en el edificio donde tengo mi oficina. No habíamos pagado y, aunque riguroso, nos merecíamos el castigo. No obstante, el evento pudo haber sido menos incómodo. Minutos después, una compañera del edificio nos contó lo que había pasado: al enterarse de las intenciones del empleado de Comisión Federal de Electricidad, le había pedido cinco minutos para poder avisar a quienes ahí trabajábamos y para buscar el recibo —pues podría tratarse de un error—. El ejecutor de la orden no escuchó, ni dio uno ni cinco minutos, dijo que no había vuelta atrás y suspendió el servicio. Al momento del corte mi computadora estaba encendida, por fortuna no sufrió daño, pero perdí un par de horas de trabajo, nada grave, sólo molesto. No sé si en otras oficinas había computadoras encendidas, o algún aparato médico —también hay consultorios—, pero es posible. Cinco minutos eran suficientes para avisarnos, para guardar nuestros archivos, para apagar las máquinas.
La semana pasada debía depositar un cheque, pero el “sistema” —esa entelequia horrorosa que ahora lo gobierna todo— me lo impidió, la explicación fue tan críptica como el suceso. El cajero, sin mirarme ni una sola vez, me mandó al otro lado de la ciudad, a la sucursal donde se había aperturado (sic) la cuenta. No había, me dijo, otra solución. Necio, fui a una sucursal a pocas cuadras de la primera e intenté de nuevo, el sistema volvió a encapricharse. La cajera me mandó más cerca: con la chica del escritorio. La chica del escritorio dijo: “no hay problema, ahorita hablo a la sucursal donde se abrió (sic agradecido) y se lo autorizamos”. Dicho y hecho. Así que sí había otra solución.
En esta ciudad, en este país, el blues ya no es suficiente para expresar lo que sentimos. Con una velocidad grosera hemos perdido los espacios, la tranquilidad y la cordialidad. El empleado que cortará la luz puede esperar unos minutos para que guardemos nuestro trabajo y apaguemos las máquinas; pero decide no hacerlo. El cajero, así sea un ignorante o un principiante, puede preguntar si hay manera de facilitarle la vida a su cliente; pero decide no hacerlo. El joyero de la película tenía la opción atender con amabilidad, con cariño, a sus clientes, eso hizo. Aunque ganó menos de diez dólares, no perdió nada.
Las imágenes intolerables se acumulan, las noticias descorazonadoras nos saturan, los hechos perversos nos rodean. Aquí los millones no provienen del amor, no tenemos hermano al cual esperar, hemos huido de nuestro pasado. Vivimos terribles días rojos, días de temor total. Y no hay taxis para escapar a Tiffany’s. Es apremiante entonces, madames y monsieurs, que hagamos de Aguascalientes, de México, un lugar inusual, un lugar de quietud y talante orgulloso, cuyos habitantes seamos, de nuevo, muy comprensivos.
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