Reflejos incómodos - LJA Aguascalientes
15/11/2024

 Más de una vez me he negado a visitar a un psicólogo, desconfío de su cordura. A mí me pasa que cuando se me acerca alguien en la calle y me cuenta sus tragedias –reales o ficticias- a fin de pedirme una moneda me deja perturbada. ¿Cómo pueden ellos escuchar, una tras otra, las historias desesperadas de los demás y no terminar desequilibrados? ¿Cómo se recuperan de eso? 

Como acto de defensa, hace meses dejé de pasar por el Andador Juárez -centro palpitante de la miseria local- porque con sus escasos metros alberga a tantos menesterosos que ya debería llamarse “La calzada de los mendigos”. Pasar por ahí es una verdadera prueba a la frialdad, la crueldad, el aplomo y la cordura. La última vez que pasé por ahí se me acercaron una mujer con un ojo parchado, un niño vendiendo chicles, un anciano maloliente con una risa espantosa, todos hablándome a la vez y alargando la mano hacia mis ojos; a unos metros permanecía tirado un hombre con un pie infectado y una mujer sin piernas mostrando los muñones. Me invadió una especie de vértigo y los alejé invadida por la angustia. Guardadas las distancias, me hizo pensar en una frase de Amélie Nothomb con la que se refiere a Bangladesh: “Una gigantesca calle de gente agonizando”. 
No sé si es paranoia mía o alguien más habrá notado que la cantidad de mendigos en el centro –y tal vez en todas partes- se ha multiplicado estrepitosamente. Andan por todas partes confundiéndose entre sí los ociosos, los vagos, los mendigos, los mutilados, los desterrados, lo niños explotados y los charlatanes. Creo que cada ciudad tiene el número de mendigos y vagabundos proporcional a su esplendor y a su miseria, así que algo significará que cada vez que vengo a mi ciudad se me acerquen más de ellos y con mayor rapidez. Definitivamente algo está pasando. Ya no puedo estar quince minutos tranquila sentada en una banca del centro mirando el vuelo de los pájaros, ni leer tranquila en un café, ni caminar simplemente, porque uno tras otro los desesperados se acercan. Es increíble cómo en diez segundos pueden contarme las tragedias más atroces. No me queda más que agachar la cara para no verlos y fingir que no los escucho; lo único que se me ocurre es agitar la cabeza y decir que no o sacar presurosa unas monedas para que se alejen de mí. Y no me sorprende mirar que los demás operan casi de la misma manera que yo. 
La verdad es que les tememos. Tanto si les damos una moneda como si los rechazamos y volteamos la cara a otra parte, es porque les tememos y queremos que se alejen lo más pronto posible de nosotros, recurso del que no podré jamás declararme libre de culpas. 
Y es que nos negamos a verlos porque en ellos nos vemos a nosotros mismos, vemos las cosas de nosotros que no nos gusta ver, que no nos gusta que nos recuerden. Los miramos en su suciedad y su miseria y nos da remordimiento dormir en una cama mullida y tibia en los meses de lluvia, como en éste que estamos a la mitad. No soportamos verlos dentro del restaurante en el que comemos sopa caliente porque nos recuerdan la injusticia de que ellos habiten la intemperie, porque sus caras y sus palabras, sus “frases lunares” -como les llama Lobo Antunes-, por ese momento nos hacen culpables de su desesperación. Van por ahí llevando a cuestas dolorosa y grotescamente los fardos de sus pertenencias en sacos roídos, ostentando triunfalmente sus excrecencias. Nos conmueven tanto como espantan “esos hombres tortuosos como los que nos visitan en sueños”. No queremos mirarlos porque tienen la marca de la muerte en la cara y siempre buscamos la manera de no ver la cara de la muerte, porque esos “seres” nos recuerdan la enfermedad y la muerte. Les damos la espalda porque vemos nuestro reflejo en ellos. Andan como un desfile de moribundos mostrando sus heridas, su soledad y su absoluto desamparo, como una secta de mutantes, como seres que no son ya de este mundo, pero que estamos obligados a mirarlos. Como dice Thomas Bernhard: “han sido borrados del mundo y sin embargo están obligados a seguir en él”. Nos cambiamos de acera cuando los vemos venir, los miramos apenas y esquivamos la imagen y creemos que la olvidamos. 
Así que algo aquí estará creciendo, o el esplendor o la miseria, porque ya están muy lejos los tiempos en que eran tres o cuatro los mendigos parados siempre en la misma esquina y yo podía reconocer sus caras, ahora miro tantos y tantos por todas partes, desde los niños vendiendo caramelos, hasta los locos, los pervertidos, los mutilados, los charlatanes, todos y cada uno de esos a los que negamos en nuestra supuesta calidad de cuerdos, de decentes, de pulcros… Cuando se nos acercan las víctimas somos nosotros, porque nos deprecian nos castigan mostrándonos todo lo que no somos, pero podemos ser. Todos ellos, que son reflejos incómodos de todos nosotros. 


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