Aprendí inglés de una manera inverosímil. Cuando niño, la televisión por cable contaba con el canal Disney Channel en su lengua original. Tuve la oportunidad de analizar el lenguaje corporal, las acciones y las palabras de los personajes y, de este modo, little by little conseguí empezar a hablar en inglés. La lectura vino después. Y llegaron Macbeth, Otelo, Hamlet.
Shakespeare fue para mí una revelación. La lengua inglesa una afición. Pero la historia que quiero contar ahora es justamente la contraria: cómo se convirtió Shakespeare en una afición; y la lengua inglesa en una revelación. Las dos tienen caminos distintos. Primero, Shakespeare. La causa más evidente es su lectura; pero esto es insuficiente. Los textos de Bloom me convencieron y dos cuentos de Borges me confirmaron que leía a quien debía leer.
Harold Bloom reconoce en el Bardo la invención de lo que hoy conocemos como genio y humano. Sobra decir que para el crítico estadounidense Shakespeare representa -dentro del canon literario occidental- el centro. Yo lo secundo y desde mi punto de vista es lo más cercano que un ser humano ha estado de dios en cuanto a invención, creación, vida.
Jorge Luis Borges creo que estaría de acuerdo conmigo. Hay dos prosas del escritor argentino que me permiten esbozar esta opinión: “La memoria de Shakespeare” y “Everything and Nothing”.
En el primer texto -que es casi el último de su obra publicada- Borges deja un testimonio urgente de despedida. Dice adiós heredando la memoria de Shakespeare -nada menos. En el otro -qué mejor palabra al hablar de un texto de Borges- es donde encuentro un Big Bang en el mundo literario: la charla entre dios y Shakespeare; y una confesión enternecedora que me hace pensar en Borges y su amor por el Bardo.
Si divido el mundo en realidad y literatura tenemos ahí dos dioses diferentes. En uno dios; en el otro, Shakespeare. Borges en “Everything and Nothing”, los hace hablar. En función de lo que he dicho, entonces, los dos mundos se reconocen mutuamente. Y se saben pertenencientes a un mismo sueño.
Hay un adjetivo posesivo que me parece delata el amor que sentía el argentino por el inglés. Dios, en determinado momento, le dice a Shakespeare: “Mi Shakespeare”. Eso me ha llamado mucho la atención desde que lo leí por primera vez. El último párrafo dice: “La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a dios y le dijo: “Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo”. La voz de dios le contestó desde un torbellino: “Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie”. Leer y releer este párrafo con el que cierra su historia es, para mí, enternecedor.
Ahora la lengua inglesa como revelación: hubo un momento en que no comprendía por qué me gustaba tanto el inglés y, más todavía, la facilidad con que lo podía practicar. Jamás se me ocurrió que la respuesta la iba a encontrar dentro de mi misma familia.
En junio del año pasado falleció mi abuelo. Me lamento enormemente de no haber podido conversar tanto como hubiera querido con él. La última charla que tuve estoy seguro que la retendré. Quise saber, en concreto, una cosa: el origen del apellido Terrones. Pregunté en mal momento: mi abuelo se encontraba muy enfermo; sin embargo me sorprendió su lucidez. Me contó lo que ahora resumo: se conoce que su abuelo en realidad no tenía el apellido Terrones, sino O’Neill. En el siglo XIX un tal Terry O’Neill llegó a Andalucía. Su nombre -como bien podremos adivinar- fue unido y castellanizado -sospecho que fue debido a cierta incompetencia española por pronunciar el inglés- de la siguiente forma: Terrones. Los andaluces no se quisieron meter en complicaciones y, a parte, el apellido como tal ya existía; así fue como llegó el pariente lejano a España. Se desconoce qué nombre de pila usó. Su hijo, Roberto Terrones -años después, naturalmente- tomó un barco y después de tratar de afincarse en un par de ciudades, terminó en la capital de este país. De ahí se fue a Aguascalientes. Tanto Terry como Roberto, nómadas, desaparecieron del recuerdo familiar. Nació mi abuelo que heredó el nombre propio y, a diferencia de su padre y su abuelo, se responsabilizó.
No sé si lo que me contó mi abuelo sea cierto -nunca lo había escuchado; pero, francamente, me gusta la historia; dudo mucho que me inventara una; y, en definitiva, justifica mi tan especial gusto por el inglés: de algún modo heredé la facilidad y el gusto por la lengua. Al menos así lo quiero apreciar.
Todo lo que he dicho hasta ahora tiene que ver con el lenguaje y con las palabras. Y una cosa fundamental: aprendí inglés por amor; no porque -como dicen- puede abrir las puertas del mundo -como hoy se motiva a los niños a tomar clases de, por mencionar otra lengua, el chino.
Ambos gustos paradójicamente me motivan más a escribir en español -que es mi lengua materna- que en inglés. Porque para ésta última no siempre cuento con la intención “de cuantos ejercemos el oficio/ de cambiar en palabras nuestra vida.”