La instrucción nos pide encontrar cinco, siete o diez discrepancias entre dos imágenes —casi— idénticas. Cuando el juego está bien diseñado, la facilidad se aleja paulatinamente. Los primeros dos o tres detalles saltarán a la vista —uno de los elefantes tiene pestañas y el otro no; el rinoceronte de la derecha tiene dos cuernos por uno del de la izquierda—. Después será más complicado. La diferencia entre un juego más y uno realmente bueno reside en que, en éste último, logramos localizar todas las asimetrías, menos una —perfectamente oculta—.
Karate Kid es —casi— idéntica a Karate Kid, excepto por las diferencias. Mientras Daniel Larusso, italoamericano, se muda a California, Dre Parker, afroamericano, se va a China. Daniel usa bicicleta; Dre, patineta. Uno encera carros, pule pisos y pinta la casa hasta el hartazgo; el otro se quita, tira y se pone su chamarra ad nauseam. Ali es porrista y Mei violinista. El señor Miyagi, japonés —de Okinawa, claro—, perdió a su familia durante la guerra; el señor Han, chino, perdió a su familia en un choque. En fin, en una película el karate kid aprende —loada sea la congruencia— karate; en la otra —dejemos de loar—, kung fu. Las pestañas y los cuernos de más han sido localizados. Sin embargo, hay algo más, un detalle que distingue ambas experiencias por completo: las luchitas que acompañaban a la primera película no escoltan a la segunda.
En la década de 1980 las salas de cine eran más amplias y existía el intermedio —una sana pausa entre películas, cuando se trataba de programa doble o triple, y una molestísima interrupción cuando se presentaba una sola película—. Ambas características motivaron a miles de niños, después de ver Karate Kid, a lanzarse al frente de la sala para jugar “luchitas” y volver a la seguridad de sus asientos en cuanto se apagaban de nuevo las luces. Esos niños son ahora adultos.
En 1952, Roland Barthes publicó su artículo “El mundo del catch” (lucha libre). Barthes afirma que, a diferencia del box, la lucha libre no es un deporte, sino un espectáculo: “Nadie le pide más verdad al catch que al teatro”. Para disfrutar de una función de lucha es necesario que el espectador suspenda sus criterios de credibilidad, lo importante será lo que vea, no si ello es falso o no. Las llaves, los gestos, los luchadores mismos no son sino signos, elementos de un sistema regulado. Luchar es representar: “Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma”. Los niños que corrían al frente de la sala de cine representaban los combates de la película; uno actuaba como Daniel, hacía la grulla y cedía su turno a un nuevo Larusso. No había ganador.
Hace un par de años un grupo de vecinos luchó por su fraccionamiento. Nuestra ciudad comenzaba a poblarse de vallas con anuncios comerciales y a los publicistas les pareció una excelente idea cercar un pequeño prado con anuncios de cremas y políticos en campaña. Ese prado es una de las pocas áreas verdes con que cuenta la colonia y su encajonamiento resultaba, además de inapropiado —no se trata de un terreno comercial—, antiestético. Ubicado a un costado de una avenida importante, el jardincito aportaba a quienes transitaban por ahí sensación de amplitud, un descanso visual, un poco del reposo del guerrero. Así que, firmes ante la autoridad, decididos, los vecinos se opusieron y echaron abajo el proyecto. Si nos apresuramos, podríamos decir que ganaron.
Efectivamente, no hay vallas, ni publicidad de cremas, de candidatos o de fraccionamientos con nombres incoherentes —como Privanzziona delle Celli—. Sin embargo, tampoco hay descanso visual, ni sensación de amplitud. Resulta que un par de restaurantes, uno de mariscos y otro de hamburguesas, cuyos frentes dan a la avenida, carecen de espacio para automóviles. Y como ninguno de sus clientes está dispuesto a caminar más de quince metros entre su vehículo y su alimento, utilizan el prado como estacionamiento. Incluso hay un grupo de diligentes traperos que impiden que uno deje su auto a un costado de la acera —donde en teoría sí se puede dejar—, no vaya a ser que impida la salida de quienes montaron su Hummer o su Chevy en el jardín. Extrañamente, no ha habido nuevos movimientos ciudadanos, ninguna firme protesta, ninguna decidida acción. Ya sin prisas, no hubo ganador.
Acaso se trata de una mala interpretación. Lo que aparentaba ser un combate real, una defensa verídica del espacio público, no fue sino una representación: la imagen de la pasión era eso, imagen, y no la pasión misma. Tal vez cuando los vecinos volvieron a casa después de reclamar sus derechos, subieron a sus autos y se fueron a comer un cóctel de camarones o una hamburguesa doble. A final de cuentas lo importante no fue tanto pelear sino lucir como peleadores.
Los adultos que vimos Karate Kid hace veintiséis años extrañamos la amplitud de los cines y los intermedios. En esta ocasión no hay una última asimetría oculta, somos los mismos, idénticos. Quizá lo único que queremos es seguir jugando a las luchitas y volver a la seguridad de nuestros asientos cuando alguien apaga las luces.