La película The Full Monty (1997) presenta junto a los créditos iniciales una cinta real filmada en 1972, “Sheffield, City on the Move”, que buscaba promover a la entonces capital británica del acero. Veinticinco años después el optimismo ha sido sustituido por el colapso económico. Seis hombres desesperados juegan su última carta para conseguir un poco de dinero y, de alguna manera, recuperar su autoestima (o por lo menos perderán la vergüenza): realizarán un espectáculo para mujeres y se desnudarán por completo.
En efecto, Sheffield —donde se inventó el acero inoxidable— fue un emporio industrial que se derrumbó a principios de la década de 1980. La competencia internacional y la falta de diversificación de su industria la hundieron. Sus habitantes vivieron por años sintiéndose derrotados; sin embargo, como los personajes de la película, jugaron sus últimas cartas. En 2000 se fundó un consejo para el rescate de la ciudad y se puso en marcha un plan a largo plazo para lograrlo. A partir de entonces se remozaron espacios públicos, se adecuó el centro para el regreso del comercio y los peatones, y se construyeron parques y edificios de oficinas. A la par de la inversión en los espacios físicos, la ciudad amplió su vocación atrayendo industrias culturales y estrechando su relación con la Universidad. Sheffield hospeda ahora empresas de creación digital, cines independientes y galerías de arte.
Historias similares ocurren cada vez con mayor frecuencia. Ciudades de todo el mundo que parecían perdidas han resurgido. En los Estados Unidos, Portland ha construido en veinte años una gigantesca red de vías exclusivas para ciclistas que ha propiciado un decremento notable del uso de automóviles. La superviviente Medellín logró lo inimaginable: se despojó del rol de la ciudad más violenta de América, y no conforme con ello apunta ahora a convertirse en polo cultural y educativo. Para ello ha sido clave la recuperación de los espacios públicos por parte de los ciudadanos y el diseño de proyectos que trasciendan periodos gubernamentales. En nuestro país, la inmensa ciudad de México hace los correspondientes inmensos esfuerzos por poner en práctica cuanta idea le queda a la mano, así sean del todo incompatibles —mientras la Condesa y Reforma viajan en bicicleta, el Periférico pasa de mastodonte a macromastodonte—.
Quizá el mejor ejemplo de cómo una ciudad puede reubicarse firmemente en el mapa internacional sea el caso de Bilbao. Este importante puerto español llegó a ser, en la década de 1960, una gloria industrial; sin embargo, el azote del terrorismo y los vaivenes económicos alcanzaron a lesionarla. Para 1980 era ya necesaria una reinvención. Además de restaurar el centro, los bilbaínos optaron, quizá ya no debería decirlo, por la cultura. La inauguración del museo Guggenheim, en 1997, atrajo las miradas del mundo, y con las miradas, el turismo. Pero un museo no hace verano, el proyecto era mucho más ambicioso e hizo de la ciudad una suerte de galería de grandes arquitectos: Frank Ghery, Santiago Calatrava y Norman Foster, por lo menos. Nuevamente, la mera infraestructura no habría logrado nada de no contar con el compromiso de gobierno y sociedad. Como contrapunto de las edificaciones y remozamientos, Bilbao apoya el desarrollo de pequeñas empresas y ha lanzado agresivos programas para capacitar a personas de áreas marginadas para nuevos trabajos. Los ejemplos sobran —los renglones no—.
Si bien es difícil hablar de que Aguascalientes haya colapsado, por lo menos en las proporciones en que lo hicieron otras urbes, la reinvención no nos es ajena. Entre las muchas ciudades que hemos sido y somos se cuentan la de vocación horticultora, la ferrocarrilera, la beisbolera, la capital nacional de la uva, la basquetbolera, la del ceda el paso, la moderna industrializada, la de la feria gigante, la de los clusters —que sigue siendo misteriosa—, la futbolera. Somos claramente una city on the move. No obstante, la idea de que sería conveniente un rescate lleva años latente y asoma de vez en cuando en tesis de urbanistas y arquitectos, conversaciones entre defensores del Encino y la Alameda, y en listas de tareas para gobernantes.
Para rescatar, es necesario haber perdido. Nosotros no nos hemos quedado sin nada como Sheffield, ni hemos llegado a niveles récord de violencia como Medellín. Sin embargo, hemos tomado decisiones que podríamos lamentar en un futuro: siendo una ciudad ideal para recorrer en bicicleta, optamos por saturarnos de puentes para vehículos automotores; habiendo aceptado casi por consenso la necesidad de una ciudad alterna en el estado, decidimos mirar hacia otro lado y seguir hinchando la capital; al déficit evidente de parques y espacios públicos, le hemos respondido con innumerables fraccionamientos nuevos. No somos los más cultos, ni los más educados, quizá ni siquiera somos ya gente tan buena.
Algunas ciudades desesperadas han apostado por lo insólito y han triunfado. Podríamos nosotros cometer la locura de anticiparnos a los derrumbes y sortearlos antes de que ocurran. La mera idea de rescatar una ciudad que aún no perdemos es ya un atrevimiento. Tal vez, si hacemos cosas descabelladas como confiar en la cultura y la educación, apropiarnos del espacio público y participar en las decisiones que nos afectan, podamos bailar desnudos por gusto, y no por necesidad.