Monterrey es, entre muchas otras cosas, una ciudad ruidosa, la gente habla golpeado y recio, los negocios suelen anunciar sus ofertas y productos con altavoces a todo volumen, los automovilistas usan el claxon a la menor provocación, el tránsito es constante y numeroso, incluso por la madrugada, la ciudad no se detiene y es necesario acostumbrarse a que el ruido de los autos y camiones no se detiene, te alcanza a pesar de estar seis pisos arriba del nivel peatonal. A pesar de ya estar habituado al ruido, no pude evitar asomarme a la ventana por el chirriar de llantas, tres camionetas avanzaban en sentido contrario por la calle Padre Mier, una de ellas se detuvo en el cruce con Pino Suarez y bloqueó la calle, las otras dos recorrieron dos o tres manzanas, supongo que dieron la vuelta a la manzana porque pocos minutos después volvieron al mismo cruce, de nueva cuenta transitaron en sentido contrario. Cerré la ventana pensando que en todas partes existen conductores imprudentes, que en todas las ciudades las patrullas de tránsito desaparecen en la madrugada y no aparecen para infraccionar a quienes violan ostentosamente las reglas, abandoné el espectáculo de los autos sin darle mayor importancia. Eran las dos de la mañana.
El miércoles 21 de abril entre 10 y 15 camionetas llegaron al Holiday Inn que está en la esquina de Padre Mier y Garibaldi, en el centro de Monterrey, cerca de treinta personas entraron al hotel para secuestrar a cuatro personas, además se llevaron al recepcionista y a un guardia de seguridad de un negocio cercano. Los noticieros informaron que ya llevaban esposado a un hombre. Después de levantar a esas personas, se trasladaron al hotel Misiones, a media cuadra de distancia, después desaparecieron. A este hecho se sumaron otros actos delictivos, los noticieros informaron sobre un día que en sus primeras horas ya sumaba levantones, balaceras, narcobloqueos y asesinatos.
Era inevitable comentar el hecho. En la tarde alguien me preguntó que porqué no había denunciado el hecho, tuve que explicar que no me pareció singular, que las camionetas que había visto, desde la distancia de seis pisos, no me parecieron sospechosas y pensé que se trataba de algunos borrachos que habían empezado la fiesta a media semana. Alguien comentó que era lógico que no hubiera hecho nada, que uno se acostumbra a esas cosas, a grado tal que deja de verlas, le concedí la razón.
No es costumbre, es miedo, dijo otra persona del grupo con que viajaba, no se pueden dejar de ver esas cosas, lo que pasa es que aprendimos a no decir nada. Él venía de Tamaulipas, lentamente se comenzó a animar a contar lo que él había visto, comentó que en Tampico la situación era peor que esa jornada roja que anunciaban los periódicos regios, que la lucha entre el Cartel del Golfo y los Zetas todos los días deja muertos que los narcos dejan a la mitad de la avenida, con los cuerpos desmembrados y en bolsas negras, con las cabezas acomodadas sobre mesas y mensajes específicos, letreros que anuncian el motivo de la venganza y ordenan que sólo el ejército puede levantar esos muertos. Quien me contaba agregó que incluso indican que no velen a esos muertos. En su relato reveló a Tampico como una ciudad sitiada, donde las autoridades sólo juegan el papel de testigos, que camionetas de Protección Civil anuncian hacia donde no se puede mover la población porque esperan una balacera, que hay toque de queda, habló de páginas de internet a través de las cuales la gente se avisa de los lugares prohibidos para transitar. A grandes rasgos reveló que en Tampico se vive una situación similar a la de una guerra, con detalles que no aparecen en la prensa, con datos que las autoridades se encargan de esconder para aparentar una calma inexistente. La ausencia total de un estado de derecho.
En algún momento de la conversación su compañera golpeó en la mesa, suave pero firme, “ya, ya no digas más” y señaló con la cabeza al mesero que nos atendía, “¿qué no ves que te están escuchando?”.
Cuando el mesero se alejó, ella explicó que no quería que habláramos más del tema porque le pareció sospechoso el mesero, tenían que ser prudentes. Le expliqué que estábamos en Monterrey, que sería difícil creer que en ese restaurante trabajaba alguien que podría ir a Tampico a señalarlos. “Nosotros no hablamos de eso, no podemos, no debemos”. Guardamos silencio.
Esos muchachos de Tampico cumplían con la obligación del silencio a pesar de la distancia, tienen miedo, eso justifica que no quieran hablar, viven con miedo y eso explica que los medios no informen sobre lo que se vive en esa ciudad, quien se atreve es, en el mejor de los casos, amenazado, casi siempre asesinado.
Ya no pude preguntar más, entendí que el estado de derecho sólo se simula, se encubre con silencio para aparentar la calma que te permite salir a la calle. Afuera de donde estábamos se escuchó el ulular de las patrullas, seguimos comiendo en silencio, a pesar de que teníamos otras cosas que contarnos.
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