n Relata migrante los abusos de policías municipales, golpizas y violaciones
Mientras usted lee esta nota, uno de los hondureños entrevistados la semana pasada estará intentando subir en el primero o último vagón del tren que vaya hacia el norte, o quizá este recargado en la vereda junto al predio de cosechas secas que dejó un mal momento de siembra; como sea pero esperando a que pase el tren y seguir esquivando los abusos de poder que las policías municipales y federales hacen a este grupo de personas.
Acercarse a ellos es un reto. Siempre están a la defensiva, vigilantes de que no tengas una placa de policía o intentes estafarlos, están juntos pero no saben si quiera sus nombres, traen entre sus pertenencias una botella pequeña transparente que deja ver el destilado de tequila que pudieron comprar o alguien les regaló.
Son hasta cierto punto introvertidos, te miran fijamente y cada mirada intenta asegurarse de que lo que confesarán no estará siendo utilizado en su contra. Poco pueden hacer en caso de que uno realmente sea autoridad, pero aun con esos riesgos viven con la ilusión de llegar a su destino, “cueste lo que cueste”.
Él no tiene nombre en esta entrevista, no por falta de atención, sino por el temor de que su identidad fuera revelada, incluso cuando una lente intentó fotografiarlo prefirió cubrirse el rostro y exclamó no querer estar en el marco. Así, bajo el anonimato, contó que viene de un pueblo llamado Ceiba que está a 30 minutos del lugar más cercano que cuenta con línea telefónica en Honduras.
Vestía una sudadera gris y una chamarra color café que le regaló su esposa y la traía como un recuerdo de hace un mes y 22 días que dejó de ver a toda su familia, que está integrada por 5 personas más, con un pequeño de apenas 3 años a quien extraña tanto como a los demás. En la espalda le cuelga una mochila color negro que apenas puede identificarse entre la maleza y las vías del tren, donde dijo que llevaba una chamarra más, porque el frío era uno de los actores más amenazantes en su viaje.
Con una gorra que dibujaba a un apache demostraba la valentía con la que enfrentaría al tren en un viaje que no sabía cuando tendría un fin. Los migrantes tampoco saben cuándo llegan a la ciudad que esperan, sólo se bajan del vagón por intuición, “cuando ves una ciudad grande” tienes que aventarte o esperar a que la máquina se vaya deteniendo.
Ahora, “estoy esperando uno que va al norte, dicen que tiene bolitas, transporta metal”, pero al intentar subir no sabe lo que le espera, cuenta que tiene muchas anécdotas porque esta es la tercera vez que intenta llegar a Estados Unidos y dejar atrás su vida como campesino para trabajar allá “de lo que sea”; mira al horizonte como si esperara que en ese preciso instante sonaran las vías y avisaran del ingreso del tren, pero es en vano; logra concentrarse un poco y “puta, tengo tantas historias, una vez me mordió un perro y otra me caí y me descalabre” quitándose la gorra y dejando ver su poco cabello que escondida una cicatriz.
Pero estos eran los recuerdos más simpáticos, su semblante cambió cuando le vino a la memoria todos aquellos abusos que ha presenciado, como fue una ocasión en la que vio como un grupo de migrantes aventaron a una persona cuando el ferrocarril continuaba su camino. Estar en un vagón frío, en el que no hay comida y convives con hasta 20 personas conmueve, entristece y deja huellas de frustración, como aquella ocasión en la que una “paisana, que hasta daba lástima, había sido violada y sus pezones se los arrancaron con pinzas”.
Otras veces, personas suben a los vagones con el único propósito de estafar o robar a los migrantes, “piensan que traemos pasta” pero ni siquiera había comido desde hace tiempo atrás, la última comida había sido en más de 36 horas y solo era pan con café.
Difícil es llegar a la ciudad de México, de donde había sido deportado las últimas ocasiones, con lo que Aguascalientes era su parada más lejana a su casa, de donde no sabían nada de él desde su salida, no podía ni hablar por teléfono, por falta de dinero que prefería utilizarlo para sobrevivir y lograr el sueño americano.
“Soy veracruzano”, decía al inicio por temor a que nosotros también estuviéramos mintiendo. Pero después confiado en la plática, invitó a otro viajante que aseguraba ser del puerto y que en esta ocasión el iba de regreso, no quería sufrir fríos en el estado y se enlisto para alcanzar el vagón. Justo antes de emprender el viaje, coincidieron en que “la justicia” no llega a Medias Aguas y Tierra Blanca en Veracruz, porque estos lugares son los puntos más difíciles para cruzar por tantos abusos que existen.
Incluso, en nuestra zona de encuentro, a apenas dos minutos de nuestra llegada, un grupo de policías municipales de San Francisco de los Romo se llevaba a una persona que no pudo pasar los alambres y resguardarse en línea federal por lo que fue víctima de salvajismos como es el patearlo cuando estaba tumbado y esposado, hecho que propició el que un veracruzano pidiera que lo dejaran en paz y tuvo como respuesta dos patadas que intentaban callarlo.
Aun estaban las huellas de cómo lo arrastraron, aunque aseguraron que horas o días más tarde lo dejarían libre, después de golpearlo y robarle lo poco que pudiera tener de personas que intentaron ayudarlo. A esto y más deben de exponerse o de lo contrario pagar un “coyote” que los lleva a la frontera por 2 mil 500 dólares.
Cae la noche y tanto hondureños como salvadoreños y veracruzanos buscarán dónde resguardarse del frío en lo que arriba el próximo viaje, es una sala de espera llena de piedras, animales, hierba y cercos de púas que ya están replegados como una puerta de bienvenida. Son compañeros de viaje y únicamente buscan terminar en un sitio desde donde puedan trabajar y dejar atrás las carencias que hasta ahora son más grandes que cuando iniciaron la emprendida.
Sin saber quien lo necesita más, el grupo de migrantes refugiados entre los árboles nos mandó bendiciones y con unos pocos pesos que nos mostraron, avisaron que irían por un mínimo de comida que aguantara hasta no saber cuándo ni en donde, pero con una huida permanente.