Yo Leo - LJA Aguascalientes
15/04/2025

Escribir no es búsqueda. / Es impertinencia o la invención de un mapa / o simplemente el impulso / de una mente compleja / por desconectarse lo más pronto posible / de los días que lamentablemente proliferan.

(Francisco Hernández)

En estos tiempos en que, a pesar de Internet o por ella, se cumple el precepto zaidiano de “los demasiados libros” es difícil hallar uno que a la primera atrape al lector con el fervor de un texto al que volver una vez y otra. Y si resulta difícil con ensayos, novelas y volúmenes de cuentos o de varia intención, aún lo es más en el caso de la poesía. La Isla de las Breves Ausencias (Almadia, 2009) de Francisco Hernández representa una de las apuestas más seguras para que quien se acerque se sienta atraído y conmovido por una escritura que, dentro de lo directo y sencillo de sus afirmaciones, esconde, y al mismo tiempo trasluce, un fondo de radical humanidad.

Francisco Hernández, poeta de la obsesión


“Así pues, mora en ti como una isla, / en ti como en un refugio sin
otro refugio; / con el Dahamma por isla y con el Dahamma / por refugio
sin ningún otro refugio”, así abre, como epígrafe, Digha Nikaya, La
Isla de las Breves Ausencias. Bajo semejante advocación, los poemas,
¿en prosa?, ¿versículos?, presentan una isla, no man is an island,
desde donde el protagonista de los poemas, ¿la voz del autor?, ¿una
persona interpuesta?, ¿el propio Robinson Defoe observándose en
conciencia?, se enfrenta con dos realidades radicalmente diferentes:
las islas que observa, descritas cada una en su personalidad propia, el
afuera, y el obelisco que reaparece una vez y otra, con frases y
graffitis en cada cara. Es, en definitiva, un poemario que, como la
mayoría de la veces en la poesía de Hernández, presenta una doble
faceta, la del mundo y la de la interiorización del mundo, la de la
memoria y la del presente, la de la muerte y como contraparte o
complemento la vida en toda su extensión, sentido este último resumido
en el hermoso poema final: “La muerte es una isla, pensé. / Una isla
idéntica a un cementerio. / Alrededor de ella flotamos algún tiempo y a
eso llamamos vida”.

Como en libros anteriores Francisco Hernández, se sirve de un
personaje, literario o artístico como ya había hecho como Robert
Schumann, Friedich Hölderlin, que acabó loco a pesar de la lucidez de
su cuestionamiento, tan actual, sobre la utilidad de los poetas en
tiempos de miseria, y Georg Trakl, para encontrar una voz totalmente
personal, probablemente una de las más individuales de la poesía
contemporánea mexicana. “Lo distingo a lo lejos. / Es Robinson Defoe en
su Isla, con su sombrilla, su arma, su perro y un pájaro que no deja de
hablar. / (…) Después cae de bruces sobre su infancia de 290 años”,
confundiendo a personaje y escritor ofreciendo, tal vez, una clave de
lectura para las páginas no sólo de La Isla sino de su obra.

“El escupitajo es una isla. Y un continente. / Y un balazo en el
pecho del camino”, dice en otro de los poemas confirmando que la
escritura de Hernández es dramáticamente verdadera; es decir, que
enfrenta su propia voz, y por ende al lector, con unos poemas en que la
existencia es, aunque de claroscuros, más oscura e indescifrable que
clara y cantable. O lo que es lo mismo, un espejo impecable de esa vida
que en este caso no sucede en otro lado sino en los poemas.

La escritura de Francisco Hernández, y La Isla de las Breves
Ausencias lo confirma de nuevo, es de un carácter Uno de los poemas
centrales del poemario describe precisamente la sensación de agobio que
invade al escritor condenado a la escritura, como vocación no sólo
profesional o pecuniaria sino enraizada en la más íntima raigambre de
su ser. “Anoto en el obelisco con un pedazo de tiza: // “¿Vale la pena
seguir viviendo si no puedo escribir? / ¿Vale la pena seguir
escribiendo si no puedo vivir?”, una declaración que no es sino la
pregunta rilkeana otra vez, esa necesidad compulsiva de vivir y de
escribir, oficios ambos en los que Hernández da una lección de
maestría.



Un poema de Hernández


“No me guardes en tu imaginación. / No me pienses. / Tus ojos están
llenos de espléndida ponzoña. / No me mires./ Que mi saliva te inunde
la garganta. / No me asfixies.  / Deja de agusanar mi mente confundida.
/ No me pudras. / Guarda mis incisivos en una caja de plata / pero no
te arrodilles ante sus resplandores. / No me reces. / Que mis ropajes
no sirvan de velamen / a los navíos sin patria. / No me rasgues. / Que
mis coágulos no vivan en tus uñas / ni en los nudillos que derriban
templos. / No me maldigas. / En la herida la sal halle su suerte.”
(“Palabras de la griega”)

 

Banda sonora


Visc a una illa deserta / i a un desert aïllat de tot, / som en
Robinson Crusoe / i es meu salvavides és es teu amor. // Me sé tots els
racons / d’aquesta habitació / i tots els ascensors / d’aquest hotel.
(“Hotel Occidental”, Antonia Font).


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