La pregunta con la que he titulado este artículo podría parecer demasiado vaga y amplia como para dar pie a un texto de un par de cuartillas. Por ello, no puede sino motivar, en exclusiva, el principio de una deliberación pública que ha de ser profunda y dolorosa en México.
En medio de los eventos que se suceden en la República, y que han motivado que el calificativo de “Estado fallido” se asome en el horizonte, los medios de comunicación y los editorialistas tenemos una responsabilidad mayúscula. Se trata de poder brindar elementos de análisis para la toma de decisiones; especialmente, información que empodere a grupos de ciudadanos que puedan empujar un nuevo contrato social.
El problema fundamental con el que conviven los esfuerzos para la conformación del nuevo pacto social son dos fantasmas; dos programas ideológico-políticos de largo alcance que han definido las vigentes reglas de convivencia.
De un lado, está el que es el pilar más importante, un proyecto culturizador que adquirió tintes hegemónicos durante ocho décadas, y que debe ser nombrado como nacionalismo revolucionario.
Por el otro lado está otro proyecto, de motivaciones fundamentalmente económicas, que tiene qué ver con la confección oligárquica del poder en México. Aunque muchos quieran ubicar el origen de este proyecto en los años 80’s, derivado de la implementación en América Latina del “consenso de Washington”, la dictadura de las élites en nuestro territorio es aún más añeja que nuestra propia existencia como país. Los estudios más serios demuestran que la distribución del ingreso y la riqueza de la época prehispánica eran muy parecidas a la actual.
No obstante, no se puede negar que estos dos proyectos han tomado caminos separados ante ciertas coyunturas. Una de ellas fue, precisamente, en los 80’s, con la apertura de México al comercio, y su punto de expresión más nítida se dio entre los años de 1994 y 1995. Sin embargo, para mantener la estabilidad de la nación, las clases dirigentes han establecido pactos en los que, con la corrupción como principal lubricante, el nacionalismo revolucionario vuelve a servir al proyecto oligárquico.
Uno de esos episodios se dio, precisamente, hace 15 años, cuando Carlos Salinas de Gortari decidió pactar con un gremio tradicionalmente revolucionario, como los electricistas, y conformar un cuerpo oligárquico, fundado en una lógica distributiva totalmente inequitativa. Ese cuerpo es el SME, que con la complicidad de funcionarios ligados a la oligarquía de este país, construyeron una red de privilegios en los mandos directivos de la empresa paraestatal (Luz y Fuerza del Centro) y del propio sindicato.
Los privilegios no fueron generalizados; aunque sí hubo abusos en la contratación de personal innecesario, que sin tener condiciones extraordinarias de trabajo, sí conformaron una plantilla tan robusta que inevitablemente se tradujo en ineficiencia.
Otro ejemplo de esta simbiosis entre oligarquía y la cultura del nacionalismo revolucionario está en el sistema educativo nacional. Es raro que un proyecto político pre-moderno y conservador, como el de Felipe Calderón, haya podido consumar un fraude electoral gracias a una estructura de maestros con ideología nacionalista revolucionaria.
Siempre me llamó la atención que en el Partido Nueva Alianza convivieran visiones libertarias como la de Miguel Ángel Jiménez (ferviente creyente del Estado mínimo) con una base más nacionalista que la del propio PRI. El shock que esa situación ha causado en miles de profesores que sirven al SNTE es más que obvio.
Sin embargo, la supervivencia del régimen mexicano, al mismo tiempo oligárquico, y al mismo tiempo de filiaciones nacionalistas revolucionarias, se edificó sin importar la destrucción paulatina del tejido social.
Hoy México no tiene suficiencia alimentaria, ni una producción industrial competitiva, ni capacidad creativa y generadora de tecnología que le asegure su viabilidad. La última de las maldiciones que cayó sobre la oligarquía y el nacionalismo revolucionario fue el petróleo. Y por eso, hoy no tenemos ni siquiera los recursos fiscales suficientes para que los ciudadanos tengan niveles mínimos de seguridad, salud y educación.
Esa es la realidad que vive el país, y para enfrentarla no será suficiente que saquemos del armario los viejos gritos como “este puño sí se ve”. No se trata de una disyuntiva entre moderados y radicales.
La mayor de las crisis que tenemos en el futuro inmediato no es el boquete fiscal que ya deberemos enfrentar el próximo año. Tendrá lugar hacia 2011-2012, cuando la economía global retome la senda del crecimiento, y tendrá que ver con un gran déficit en nuestra cuenta corriente.
Sin abundar más en detalles técnicos, el asunto es que ya no podremos vivir de prestado.
Y los pilares de la transformación que México requiere en el Siglo XXI son una Reforma Educativa y una Reforma Fiscal verdaderamente profundas. Lo que necesitamos es re-distribuir el ingreso y la riqueza; pero por encima de todo, re-distribuir el conocimiento. Al mismo tiempo, necesitamos incrementar de forma generalizada nuestras capacidades creativas y productivas.
Necesitamos otra Ley de Radio y Televisión, que empodere a las clases populares; necesitamos una reforma que garantice conectividad a grupos amplios de población; que se re-distribuya el ingreso con agresividad, gravando las ganancias de capital, las herencias y la propiedad con mayor intensidad; también se requieren nuevos paquetes de estímulos a la educación básica en dos sentidos: para frenar la deserción masiva, y para incentivar la excelencia.
También se requiere un régimen político que acote los poderes de los Ejecutivos frente a los ciudadanos, y para ello debemos transitar al régimen semi-parlamentario.
Un esfuerzo de esa magnitud tiene 150 años sin esbozarse con consistencia en México. El problema es que ahora es un asunto de supervivencia, más que de utopía.
P.D. 1 Hace 15 años, se acercó un electricista revolucionario, que después de talonear 20 años en cierta empresa paraestatal recibía un ingreso mensual de 3 mil pesos, con su líder Martín Esparza y le dijo: “Si trabajaras como yo, no tendrías que lisonjear a Carlos Salinas”. Esparza le contestó: “si tú lisonjearas a Salinas, no tendrías que trabajar tanto”.
P.D. 2 Confundir el cinismo de Diógenes con el de Martín Esparza es un problema que trasciende la incapacidad para leer.
P.D. 3 Una cita, tras la búsqueda fallida de textos de Rafael Cordera Campos en La Jornada: “No son los supuestos excesos del trabajo organizado, que representa una inicua minoría del mundo laboral mexicano, los que explican nuestro retiro del mundo, sino la contumacia de los grupos dominantes, desde hace mucho inexplicablemente amarrados a los grupos dirigentes del Estado, por mantener un estado de cosas unilateral e irreductiblemente favorable a ellos en todos los espacios públicos y privados de la vida en México. De varias maneras, esta circunstancia se despliega en una irrefrenable tentación oligárquica de los ricos y sus patéticos exegetas, pero también en formas de vida cotidiana de ricos, no tan ricos y pobres de toda laya, siempre cercanas a la pesadilla y el miedo personal, familiar y comunitario”. (“De privilegios y malas intenciones”, de Rolando Cordera Campos / 25 de octubre).