A algunos pequeños gobernantes les resulta particularmente atractivo el ejército. No lo conocen a profundidad, no saben cómo ha sido la evolución histórica de las fuerzas armadas en nuestro país, pero no cabe duda que se sienten cómodos cuando lo utilizan para sus fines políticos.
Incluso se suponen “innovadores” cuando involucran soldados en diversas tareas. Pero olvidan que la incursión de los militares en la vida pública mexicana ha sido una constante histórica: la lucha independentista de principios del siglo XIX y el estallido revolucionario de 1910 fueron fenómenos en los cuales el poder militar se hizo del control del aparato del Estado. Buena parte de los líderes políticos que han influido en la transformación social mexicana fueron militares: Antonio López de Santa Anna, Porfirio Díaz y Lázaro Cárdenas son tres ejemplos de ello. Pero no significa que el orden y la autoridad vertical que el ejército supuestamente provee siempre lleven a un buen resultado. Con Santa Anna en el poder perdimos gran parte del territorio del entonces naciente Estado mexicano; Porfirio Díaz y su proyecto de modernización fueron a su vez sinónimos de miseria, y la visión cardenista de país llevó incluso a la creación del partido que actualmente detenta el poder ejecutivo federal, ya que “la lucha de clases cardenista es una noción ajena a nuestra realidad” según decían los fundadores del PAN. Hasta 1946 México estuvo bajo el mando de presidentes provenientes de las fuerzas armadas y sólo entonces, cuando al interior del partido oficial se produce un reacomodo de fuerzas, se dio paso a periodos presidenciales encabezados por civiles. Sin embargo, la simbiosis entre el ejército y los políticos se ha mantenido. Gustavo Díaz Ordaz sacó en 1968 a los soldados de sus cuarteles y logró mediante la fuerza la aniquilación de la protesta social. Los sucesores de éste mandaron a las montañas a parte de las fuerzas armadas y sofocaron los brotes de insurgencia popular mediante la llamada “guerra sucia”. Más recientemente Carlos Salinas descansó su proyecto político en el despliegue militar en Chiapas para combatir la insurrección zapatista. Con el arribo del PAN a la presidencia en 2000 vino la genial idea: ¿para qué mantener al ejército alojado en sus instalaciones si lo podemos utilizar en algo “productivo”? El pretexto era genial en la forma del creciente problema de inseguridad. Vicente Fox inició la recomposición de los aparatos de fuerza pública y las corporaciones policíacas se fueron alimentando de militares retirados o en activo.
La situación se vuelve confusa a estas alturas. Si coincidimos en el problema (inseguridad) se debe coincidir en la solución, piensan nuestros gobernantes, y sacan a relucir “argumentos” infalibles: la sociedad no confía en las policías civiles, dicen que creemos. La sociedad sí confía en los militares, dicen que lo dicen las encuestas. Luego entonces, vamos dando a los ciudadanos cuerpos policíacos bajo el mando de soldados y sus relucientes uniformes que llaman la atención de chicos y grandes. Pero el resultado no está claro a estas alturas. Si las fuerzas armadas deberían otorgarnos con su presencia y su capacidad de fuego -que se supone superior a la de los grupos delincuenciales- la seguridad perdida, ¿dónde está tal alegre estado de las cosas?
El caso de Ciudad Juárez es ejemplar para conocer que el modelo hace agua por todas partes. El despliegue de miles de efectivos en las calles de la frontera iniciado en 2008 como una medida de “control” de las acciones de las organizaciones criminales no ha traído sino decepción en el mejor de los casos, pues a diario las ejecuciones masivas ocupan gran parte de la información en los medios. Los abusos cometidos por militares en perjuicio de la población civil son una constante en diversas partes del territorio nacional. El elevado costo económico del despliegue aún es un tema poco discutido.
Pero la insistencia es permanente. “Militarizar” el espacio público es la solución de los males. Los retenes son efectivos, según nos dicen. El costo es poca cosa comparado con los beneficios. Y viene la impertinente duda, ¿beneficios para quién?
Quien controla al ejército controla el poder político en las sociedades antiguas y nuevas, puesto que el Estado descansa sobre el monopolio exitoso del uso legítimo de la violencia, según la noción weberiana. Sobre todo en momentos en que la eficiencia de las decisiones gubernamentales tiene vacíos de la misma legitimidad de origen. Así, los gobernantes deberían volver a pensar en los resultados de su admiración por los uniformes castrenses. Deberían recordar que la subordinación de los militares al poder civil es relativa, pues ésta sólo es efectiva en tanto las fuerzas armadas mantengan un espacio de autonomía que les permita seguir desarrollándose corporativamente. Cuando el poder militar es infiltrado por intereses o sentimientos de acumulación de riqueza y mayor espacio de influencia, no habrá marco social, político o jurídico que los detenga.
Cuando no se tiene claro ni siquiera lo que entienden por concepto de seguridad pública, las ocurrencias están a la orden del día. Cuando los alcances de las decisiones son a su vez desconocidos por quienes las toman, el resultado es impredecible. La presencia histórica del ejército en la vida pública mexicana es clara, pero eso no significa que las cosas puedan ser de otra manera. A la derecha ignorante de su propio pasado habría que recordarles lo que uno de sus fundadores clamaba: “El nuevo soldado de México debe mantener constantemente encendida en su alma la certeza de que no sirve a un régimen ni a un partido, sino a la Nación, y hacer de esta certeza la premisa indefectible de su conducta militar. Un ejército alimentado por estos principios no podrá ser nunca instrumento de facción, ni pisotear la dignidad humana, ni atentar contra el interés nacional”, (Efraín González Luna, Tesis y actitudes políticas, 1943). ¡Ah, qué tiempos aquellos señor Don Efraín! Lástima que sólo veneren a sus santos patronos para recordarse que hubo épocas de escasez que no tienen que repetirse porque ahora sí “vamos a ganar”, y les ponen coronas a sus estatuas, pero finalmente ¡qué rico es el poder y sus recursos!
Algunos son buenos “militarizadores” de nuestra nación. Habrá que esperar al “desmilitarizador” que nos “desmilitarice”. Habrá que esperar a que las tortugas vuelen.