Nombrar es hacer. Bajo esa premisa es que el lenguaje políticamente correcto ha permeado en la manera de llamar las cosas, cada vez con mayor naturalidad se inician los discursos dirigiéndose a las mexicanas y los mexicanos, o bien en la ceremonia patriotera de los lunes por la mañana se invita a las niñas y los niños a saludar derechitos a la bandera, ya sin la incomodidad por la falta de costumbre que hasta hace unos sexenios se tenía; cada vez es más natural el ánimo de subrayar la igualdad al designar a los participantes, cada vez son menos los inadaptados que, víctimas de la inercia, usamos la palabra inválido para referirnos a alguien con capacidades diferentes, o decimos anciano al referirnos a los miembros de la tercera edad. Hay palabras que una vez dichas proyectan una imagen nada agradable del que enuncia, como quien se burla calificando de gordo al obeso, o se empeña en llamar putas a las sexoservidoras, o desprecia la diversidad sexual calificando de jotos a los homosexuales; quien se empeña en ese uso del lenguaje se le acusa de discriminar.
Si nombrar es hacer, el uso de un lenguaje políticamente correcto para referirnos al otro tiene sentido, la intención es buena, a pesar de que se caiga en exageraciones como dirigirse al perro de la casa como el compañero animal, o genere confusión, como el titubeo al momento de describir al jugador de basquetbol que a los ojos aparece como un negro fornido de dos metros al que no se sabe si se le puede decir afroamericano.
La buena intención al usar eufemismos menos agresivos con el sujeto que se nombra se transforma en el empedrado al infierno cuando se cae en la exageración, en contra de este abuso del lenguaje políticamente correcto está la realidad, ya que el simple hecho de enunciar procurando la corrección no transforma el objeto referido, dice Foucault: el discurso suele ser independiente mas no autónomo de lo real.
Así, el despido de trabajadores se oculta tras un suave “reajuste laboral” (por no mencionar el deplorable “especie de paros técnicos”), o bien se cae en la tontería de hacer un escándalo porque a un comentarista de televisión (sólo eso) le molesta el uso de zapatos rosas, al grado que el Instituto Nacional de las Mujeres envía un comunicado de prensa en el que califica de alarmante mensaje discriminatorio y machista el que Alberto García Aspe durante la transmisión de un partido (sólo eso) haya dicho: “zapatos rosas no lo puedo entender. Puedo entender que sean verdes, naranjas, que son la moda, pero rosas no. Que los usen las mujeres, pero no un jugador profesional de primera división”.
La corrección política evidencia el intento por ocultarse tras las palabras, no sólo el eufemismo, también circunscribir las palabras a una sola definición como forma de darle la vuelta, la precisión maniquea donde todo lo que no es malo, es bueno, como pretende el coordinador de los senadores del Partido Verde, Jorge Legorreta ante el hecho de que en la primera sesión de la 61 Legislatura, ocho diputadas (cuatro del Verde) solicitaron licencia indefinida para permitir así la llegada de sus suplentes, pero él lo califica de legal y en el más puro estilo luisarmandista declara que lo importante es “trabajar por los problemas de fondo y no preocuparnos tanto por asuntos que pudieran ser triviales y hablando específicamente en que es legal lo que están haciendo”. Al minimizar la decisión de Mariana Ivette Ezeta Salcedo, Carolina García Cañón, Katia Garza Romo y Laura Elena Ledesma, Legorreta termina mostrando su desprecio por la capacidad de las cuatro diputadas, ya que las justifica señalando que “si un diputado por una situación personal o alguna razón que él considere que no puede seguir llevando el cargo, un cargo tan importante, entonces dejar el paso a otro que sí va a poder trabajar por el país.”
También sobre este asunto de las diputadas juanitas se manifestó el Inmujeres, otro comunicado de prensa, eso sí, menos rabioso, mientras la mención de los zapatos rosas le pareció “alarmante”, a la renuncia de estas diputadas sólo la calificó de “lamentable”.
La decisión de las diputadas del Verde (más dos del PRI: Yulma Rocha y Ana María Rojas; una del PT: Anel Patricia Nava, y otra del PRD: Olga Luz Espinoza) es una práctica común, recurso mediante el cual se cumple con la cuota de género durante la campaña, para al final ceder su lugar a los suplentes. Sí, lo pueden hacer, están en su derecho, no importa que violen el sentido del voto, a fin de cuentas, es legal. Nombrar es hacer.
No me defiendas compadre
Abrojada de toda pomposidad la carta que Alberto Romandía Peñaflor envío a El Correo Ilustrado (septiembre 4) sobre mi colaboración de la semana pasada, me queda claro que ante mi texto, el talachero de la poesía (como él mismo se define) repara pero recula, se pregunta por el estado de las piezas dentales de Caleb Olvera Romero, se asume lengua floja, confunde diagnóstico con adivinanza y reduce las posibilidades de denuncia a la militancia partidista. En su muy personal opinión suya de él mismo y de nadie más, apenado asume el rigor de mi invectiva culpando a lo mexicano (me cae que eso dice) y propone que para ser considerado gente “seria y pensante” no hay que leer al filósofo Olvera. Al final, con ánimo telegráfico que se intenta epigrama, describe las ubres de una gallina. Así las cosas, queda poco por contestar, acaso un: gracias por leerme.