os partidos políticos han sido durante por lo menos los últimos ciento cincuenta años eficaces maquinarias electorales. Después de asumir tal cualidad en dichas organizaciones, la teoría política moderna ha observado en ellos, además, una condición que los supone indispensables para el buen funcionamiento de los regímenes democráticos, condición que supone que son dichas organizaciones casi en exclusiva quienes pueden cumplir con la responsabilidad de representación de los intereses y demandas de la mayoría de los sectores sociales e individuos.
Lo anterior llegó en algún momento a ser un consenso entre estudiosos de los fenómenos políticos y entre la ciudadanía en general, mismo que para el caso mexicano se ha puesto en entredicho en demasiado poco tiempo después de un periodo en que se festinaba la supuesta transición democrática llevada a cabo por organizaciones partidistas principalmente, no así por la llamada sociedad civil que no ha logrado articularse en esquemas eficaces de influencia.
Hoy, en el inicio del siglo XXI, estamos ante el posible fracaso del modelo de representación e intermediación vigente, puesto que ninguno de los partidos políticos existentes pueden considerarse conductos eficaces a través de los cuales no sólo se canalizan las necesidades y demandas ciudadanas, sino también éstas se traducen en políticas eficaces en forma de decisiones y acciones de gobierno.
Aún cuando no es privativo de nuestro país, el nuevo siglo mexicano acentúa la necesidad de interrogar a la clase política acerca de su funcionalidad: miles de muertes violentas cada año; procesos legislativos tramposos en los que la opinión del ciudadano común es lo que menos importa; la permanente división interna en las organizaciones partidistas, entre las cuales algunas asumen actitudes casi suicidas; el desparpajo con el que los partidos cambian incluso en cuestión de meses de posición o etiqueta “ideológica”; la elevación a los altares gubernamentales del viejo corporativismo sindical y sus excesos ramplones de avidez desmedida por dinero; el colapso económico y sus secuelas funestas de ensanchamiento de la marginación, todo ello es solo parte de una larga lista que documenta el pesimismo.
Si todo esto no nos convence acerca de la necesidad de repensar las formas de intermediación entre la sociedad civil y el Estado, si no basta para cuestionar y proponer un nuevo modelo de arreglo sociopolítico, definitivamente nos convendría dedicarnos a soñar eternamente con la esperanza de que la democracia, los gobiernos eficaces y el bienestar económico se generan casi por aparición espontánea.
Porque el actual momento nos lleva a observar el hartazgo ante la incompetencia, la irresponsabilidad y el cinismo imperante en la clase política de los actuales partidos mexicanos vueltos gobierno o vueltos nominalmente oposición. La incapacidad de resolver los problemas, las demandas de los ciudadanos, aún cuando se nieguen a reconocerlo, debe desgastar aún más esa ilusión de que son los únicos capaces de resolver la cotidianeidad.
El régimen en conjunto, partidos políticos y ellos acompañados de los órganos de representación en el que se desempeñan, del poder judicial paralizado, del poder ejecutivo impávido y errático -llorón cuando cae alguno de los suyos y no cuando miles se hunden en la miseria y el miedo-, los propios órganos estatales supuestamente autónomos como el caso de las instituciones electorales, todos ellos harían bien en iniciar a darse cuenta que la crisis de legitimidad del orden democrático se origina por la falta de frenos a sus excesos, por su incapacidad para resolver las cuestiones críticas del país. Hoy vivimos ilegalidad e ilegitimidad no sólo en el nacimiento, en el origen del poder público, sino también en su conversión de productos del sistema político para satisfacer las necesidades básicas de la población.
Pero ahí están todos: en el paraíso que les otorgan los recursos que son de todos, con sus campañas de medios excesivamente costosas a la vez que inútiles para el bienestar general; con las eternas sonrisas que anuncian planes y acciones que no solucionan nada, con su vida en una realidad que no parece ser la de la mayoría.
Tenemos como saldo un régimen de partidos bastante dudoso, en el cual la “programaticidad”, es decir, una propuesta sólida y efectiva frente a los grandes problemas no aparece por ninguna parte.
Ante esta realidad, recordemos como una pequeña esperanza el modelo del político del pensador alemán Max Weber cuando enunciaba a inicio del siglo pasado: “Es completamente cierto y toda la experiencia histórica lo confirma, que no se conseguiría lo posible si en el mundo no se hubiera recorrido a lo imposible una y otra vez. Pero para poder hacer esto habrá que ser un líder, y no sólo esto sino un héroe, en un sentido muy sobrio de la palabra. Y quienes no sean ambas cosas también deberán armarse con esa firmeza de corazón que permite hacer frente al fracaso de todas las esperanza, y deben hacerlo ya, pues si no, no estarán en situación de realizar siquiera lo que hoy es posible. Sólo quien esté seguro de no derrumbarse ante el mundo, sólo quien esté seguro de poder decir ante todo esto, no obstante, a pesar de todo, sólo ése tiene vocación para la política”.
¿Quiénes serán los héroes del nuevo siglo? ¿Quiénes en el mar de corrupción y desesperanza construirán acaso caminos mínimos de salvación? Si entre la actual estirpe de políticos ello es imposible, acaso deberían de ser otros quienes lo intenten. La construcción de nuevas formas de representación podría ser un buen comienzo.