Los que vivimos en Aguascalientes, me dijo una vez Andrés Reyes (también columnista de este diario), le suspiramos al mar porque vivimos tierra adentro. No veo, me decía, esa misma añoranza y romanticismo hacia el mar de manera más exacerbada que entre las personas que vivimos en los estados del interior de la república. Quizá porque lo tenemos lejos, a muchos de nosotros se nos ha desarrollado un afecto especial por la lluvia, que es escasa precisamente por nuestra relativa lejanía del mar. Conozco muchas personas que disfrutan ver llover o concilian mejor el sueño cuando hay tormenta, lo cual parecería una contradicción. Son de tal manera singulares las tardes de lluvia, que sospecho que muchos de nuestros recuerdos más queridos –alguna comida familiar especialmente entrañable, una declaración de amor, una carrera escurriendo de agua junto a algún amigo de la infancia, un concurso de brincar charcos o el barquito de papel bogando calle abajo– tienen que ver con época de aguas. Pero más allá de lo que nos alegren el alma, las lluvias son esenciales para el bienestar social y también para entender nuestra historia.
Las buenas temporadas de lluvia son en Aguascalientes –precipitación media anual 550 milímetros– como esos familiares lejanos que nunca nos visitan, pero que cuando deciden caernos, nos espanta la comodidad con la que se instalan. Quizá el problema no sea la cantidad de agua que cae. Algunos estudios incluso sugieren que la tendencia a largo plazo para Aguascalientes es el incremento en las lluvias (ver Tendencias y variablidad interanual de la lluvia en Aguascalientes, de Joaquín Sosa Ramírez y Sergio Reyes Coca, Cuadernos de trabajo, num. 4, OCA). El verdadero problema es su irregularidad. El que un año llueva torrencialmente y luego otros cuatro suframos falta de agua. Que una tarde caiga de golpe y porrazo la lluvia de toda la quincena. Es el carácter caprichoso del cielo de nuestra región, y por eso las sequías siempre han estado con nosotros. Tengo a mi lado una nota que apareció en El Sol del Centro en 1960, que habla de personas arrodilladas en el campo, en la región de El Llano, implorando por la lluvia. Tenemos registros de desoladoras sequías en Aguascalientes en 1884, en 1947, en 1969, en 2009…
En una región sin aguas superficiales importantes, la lluvia solía ser –ahora tenemos libre comercio y una economía terciaria– el motor primario de la economía y factor de desarrollo –o subdesarrollo– para Aguascalientes. Por ello en muchas ocasiones fueron una voz cantante a la hora de tomar decisiones públicas. Hace cuarenta años, el 40% del empleo se ubicaba en el sector rural. Después de la gran sequía de 1957, en la que literalmente el ganado murió de sed, el gobierno del ingeniero Luis Ortega Douglas insistió en la perforación de pozos profundos a un ritmo superior y en la febril construcción de bordos y represas, para no depender tanto del agua del cielo. Ese año se habló por primera vez de traer lluvia artificial, ese método que consiste en bombardear nubes con yoduro de plata o algún otro compuesto, y que se comenzaba a experimentar esos años. Dicen que las inundaciones de 1958 destrozaron las casas aledañas al arroyo de los Adoberos –hoy avenida López Mateos–, y que eso fue otro de los motivos para abrir dicha arteria vial y comenzar los primeros programas oficiales de vivienda. A finales de los años setenta, una década especialmente errática en precipitaciones, Aguascalientes fue declarado por fin, tras varios años de desastres agrícolas, zona prioritaria para la industrialización. Fue célebre aquella declaración del gobernador Rodolfo Landeros Gallegos en su toma de protesta, en 1980, que en el estado debíamos dejar de cultivar el maíz a precio de oro, una advertencia que en su momento sonó escandalosa. No somos, había dicho Landeros, un productor de granos; es absurdo sembrar maíz y frijol a precio de oro.
Y de repente llegan los años de abundancia de agua, y aunque escasos, suelen ser tan dañinos –y memorables– como los de las frecuentes y desoladoras sequías. El agua se lleva el puente sobre el río San Pedro y Aguascalientes queda incomunicado con el poniente. Algunos años sólo se podía utilizar el viejo puente de San Ignacio para cruzar al otro lado, y eso con precauciones. El río de los Pirules se desborda y abundan aquí y allá las historias de los ahogados que se les olvida que nuestro principal río puede ser traicionero, y sobre todo, que le encanta destruir cada veinte años cualquier intento de “rescate” por parte de los gobiernos estatales (bancas, camellones, lecho de piedra y quizá hasta edificios). Y la sierra de Jesús María y el Cerro del Muerto a la distancia abandonan su perenne color azul y nos arrojan reflejos verdosos en los mediodías de julio. Pero lo normal aquí es que los campesinos estiren sus miradas al cielo buscando la nube que se pasea y no descarga.
Faltan sólo quince días para que termine oficialmente la temporada de lluvias, y ya es poco lo que se puede hacer. Me refiero para preservar recuerdos con tardes mojadas, y para los campesinos, para cosechar. Julio se fue casi sin lluvias y agosto, a pesar de las estimulantes lluvias del fin de semana pasado, más o menos pintó igual. Al momento de escribir este artículo, la precipitación acumulada en la temporada asciende a unos 200 milímetros, la tercera parte –o menos– de lo que había llovido en 2008, y muy, muy por debajo de la media histórica. El problema es nacional. El pasado viernes la CNC advirtió que México enfrenta amenaza de hambruna en 2010 por la sequía, que ha causado la pérdida de 80% de la producción de frijol y 50% de maíz en todo el territorio. El dirigente acusó al gobierno de minimizar el problema de la ausencia de lluvias, cuando las cifras indican que el país pronto habrá de importar granos básicos. De gira por Aguascalientes, el titular de la SAGARPA, Alberto Cárdenas, declaró hace días que el nuestro es el estado más afectado por la sequía, dudoso honor. Cárdenas mencionó que aquí se había perdido el 40% de las cosechas, aunque sospecho que la cantidad debe ser mayor. A ello, claro, hay que sumar las hectáreas que no se pudieron sembrar porque los agricultores prefirieron no hacerlo “en polvo”.
Esta ha sido una temporada desastrosa y no sé por qué a nivel oficial no se ven los signos de alarma. Según los registros históricos, parece que fue 1969 el último año con un cielo tan azul en Aguascalientes (me refiero al cielo sin nubes). En ese año, la precipitación combinada de julio y agosto, los meses más lluviosos del año, sumó 129 milímetros (para darse una idea, una sola lluvia muy fuerte puede dejar caer 60 mm). Según la CNC, a nivel nacional esta es la peor sequía en 70 años. No bastan las lluvias como la del fin de semana pasado. Una buena temporada abarca lluvias constantes y regulares de junio a septiembre. Recordar que la lluvia nos abandona a veces en el momento más inconveniente –principio esencial de economía es recordar que, cuando aquí no llueve, hay pérdida de valor, inflación en los precios de los alimentos, déficit comercial y carestía en general– debería hacernos pensar en las cosas que tenemos que hacer para evitar la descapitalización del campo y el empobrecimiento de quienes de dedican a la actividad primaria. Se ha hablado de reconversión de cultivos, de crear reservas estratégicas de granos, de eficientar los sistemas de riego y sobre todo, de abandonar cultivos altamente consumidores de agua, como la alfalfa, que resulta una aberración en el campo de Aguascalientes. Hay que acostumbrarse a vivir con lluvias más erráticas, sobre todo si aplica eso del calentamiento global.
Aunque es cierto, a los de la ciudad, nada nos aliviará la nostalgia por aquellas lluvias…