Para Luis Cortés
A una respetable cantidad de las personas que hoy disfrutamos los libros “serios”, nos entró el gusto por la lectura a través de la historieta. Hace treinta años, en promedio, cuando los lectores de este diario eramos niños (sé que hay muchos jornaleros que hace treinta años todavía no nacían, y otros que ya se habían divorciado; dirijo mi artículo sobre todo a los que fueron a la primaria entre las décadas de los 70 y 80), mucho tiempo antes del internet y de que el cine renovara su cartelera cada semana, antes de que existiera la generosa oferta de películas para niños de hoy día, antes de que hubiera programación infantil en la tele todo el día, los chicos leíamos historietas, y los niños antes que nosotros, los que crecieron en los años 60, también. Como pocos países en el mundo, México tenía una de las más amplias ofertas de títulos. Las había para todos los gustos. Para los niños pequeños estaba La Pequeña Lulú (recién se reconoce su valor, editándose la colección completa en Estados Unidos), El Pájaro Loco, los distintos personajes de Disney (los cómics de Rico MacPato eran sensacionales) y, entre mis favoritos, La zorra y el cuervo y Lorenzo y Pepita (otra excelente historieta a la que se debe justicia). Para los chicos mayores estaba Archie.
Para los que tenían mayores aspiraciones literarias o de conocimiento, la industria de la historieta en México tenía también algo que ofrecer. Estaban los Clásicos Ilustrados de ediciones La Prensa, donde se podían leer, condensadas e ilustradas, las grandes novelas de aventuras como El conde de Montecristo, La máquina del tiempo de H.G. Wells e incluso La guerra de los judíos, de Flavio Josefo, todo en un lenguaje sencillo pero no pobre. También se editaban libros con los personajes de Snoopy, Mafalda y Astérix el Galo. Además había historietas con biografías de personajes célebres y la historia de los héroes de la mitología griega; otra serie estaba dedicada a las grandes aventuras del hombre (y de la mujer, como Amelia Earheart y su avión que se perdió en el Océano Pacífico) y se llamaba Grandes Viajes. De repente, en algún armario viejo, encontrábamos muy ingeniosas y respetables historias de misterio y terror en unos cómics viejitos que se llamaban Cuentos de Brujas. La emoción que produjeron en incontables mentes infantiles aquellas páginas de papel barato, nos llevaron a muchos a buscar más adelante las versiones completas de numerosas novelas en la colección Sepan cuantos, gracias a su precio accesible.
La mayoría de las historietas de nuestra niñez eran norteamericanas y en buena parte del mundo, especialmente en América Latina, eran la única y dominante oferta. No así el caso de México, que era una potencia en la producción de monitos. En aquellos años, se producían títulos como Kalimán, Chanoc, La familia Burrón, Lágrimas y risas y la controvertida y perseguida revista de Los supermachos, en donde Eduardo del Río, su autor, trataba con cierta superficialidad temas políticos y sociales. México era, en los años 70 del siglo pasado, uno de los más grandes consumidores de historietas del mundo, lo cual sin duda habla de dos cosas: el pobre desarrollo de la otra industria de entretenimiento (televisión, cine y conciertos, por ejemplo) y, algo que no siempre se quiere reconocer: el gusto entre los mexicanos por la lectura. Hace tiempo que los promotores de lectura han reconocido el valor de la historieta como un incitador para la formación de lectores. Si en algún tiempo se despreció como un artículo irrelevante y hasta dañino, hoy, especialmente con la aparición de las novelas gráficas, nadie debería arrugar el entrecejo al ver a un niño leer un buen cómic.
Charles Tatum y Harold Hinds afirman en La historieta mexicana en los años sesenta y setenta (Instituto Cultural de Aguascalientes, 2007) que a principios de los años 80 del siglo XX, México tenía el mayor consumo per capita de historietas del mundo. En este tiempo, se imprimían alrededor de 250 millones de ejemplares que eran leidos por alrededor de 30 millones de mexicanos, en su mayoría niños y jóvenes (es decir, el 50% de la población total del país, una cifra asombrosa). Había 159 títulos para elegir en los puestos de revistas. Aunque los producidos en el extranjero, como Archie o La pequeña Lulú tenían ventas importantes, ninguno se comparaba con los verdaderos best-sellers, las historietas hechas en México, particularmente Kalimán. En lo personal, nunca fui aficionado a la oferta nacional, con la posible excepción de La familia burrón. Quizá era la cuestión del color, pues ni Kalimán, ni los Supermachos ni Memín Pinguín se distinguían por sus brillantes colores. Mis favoritos, como los de tantos niños, eran los cómics de superhéroes, un género que menciono al final con toda intención, y que fueron parte infaltable de mi vida y la de muchas personas de ese tiempo. Según entiendo, viví la época dorada del cómic de superhéroes en México, inaugurada por Novedades Editores a principios de los años 80 y alcanzando su momento más alto con la aparición del libro titulado “La muerte de Supermán”, un golpe mediático en el que DC Comics, dueña del personaje, decidió que había llegado el momento de despedir al héroe de capa roja y pantalón azul. (Lo revivieron unos números más adelante.)
La oferta de superhéroes era amplísima. Estaban, claro, los inventados en México, pero sus historias y las emociones que despertaban entre mis amigos no se comparaban con las de Batman, Los cuatro fantásticos o El Asombroso Hombre Araña, entre otros superhéroes extranjeros que apelaban con sus dilemas de la vida real no sólo a los jóvenes estadunidenses, sino a los de todo el orbe. Los años 60 habían visto el renacimiento del género del superhéroe; ya no sólo atrapaban ladrones de bancos o derribaban monstruos de metal; sufrían de soledad, de rechazo social y tenían problemas económicos, de novias o estudiantiles como todos nosotros. Cada martes o jueves, dependiendo del título, era obligada la visita al puesto de revistas para conocer el desenlace de una historia (¿moriría la novia de Linterna Verde? ¿caería Batman hacia su muerte? ¿habrán descubierto por fin la identidad secreta del Hombre Araña?). Durante años, apilamos al fondo de nuestros armarios o en cajas montañas de comics catalogados, ordenados y envueltos amorosamente, reservando algunos –el número uno de la colección, el número de aniversario, el ejemplar raro conseguido en un mercado de segunda mano– a un sitio en el librero donde tenían el lugar de honor. Se decía que los escritores de aquellas revistas eran también jóvenes con problemas cotidianos, y había continuidad semana a semana en los argumentos. Y cuando alguien se moría, se quedaba muerto.
Al iniciar los años 90, la historieta de super-héroes comenzó su estrepitoso declive en los Estados Unidos, y quiérase o no, esa situación influyó en nuestros hábitos de consumo. Ante la presencia de nuevas alternativas, ante la caída del precio de las acciones de los grandes consorcios Marvel y DC Comics, y quizá por una sociedad en crisis existencial que cambiaba rápidamente de rostro, las historias fueron cada vez más absurdas, respondiendo a las necesidades del golpe mediático y sin respeto por el lector. Si antes había libertad creativa para el escritor y el dibujante, ahora las decisiones se tomaban en juntas de accionistas donde se decidía si el Hombre Araña debería casarse o no, si Superman debería dejarse crecer el cabello, muy al estilo de los 90, y convertirse en una especie de PlayBoy metrosexual, o si Batman tendría que reflejar los antivalores de la generación X. Las revistas especializadas comenzaron a anunciar con meses de anticipación lo que sucedería en determinado título (“…y en el número 307, sorpresivamente reaparecerá Galactus”), así los accionistas podrían calcular las posibles utilidades. The New York Times comenzó a analizar el desempeño de Batman en la bolsa, y eso, supimos después, eran síntomas de una enfermedad mortal en la industria.