Supongamos que esos tres pares de pies que ve usted en el umbral, cuidadosamente ordenados de mayor a menor, no se continúan, más allá de los tobillos, en el resto de las personas correspondientes. Supongamos que podría haberlos puesto allí la policía, después de investigar el crimen, o bien el asesino mismo. Supongamos que los pies pertenecen a un padre, una madre y un niño, que están impecablemente limpios y no sangran. Supongamos que usted necesita, en forma imprescindible y perentoria, pasar de la cocina al patio de su abuela, pero los pies se interponen en su camino y saltar por encima de ellos le causa una desoladora repugnancia. Supongamos que a continuación se encuentra usted en el patio de la casa de su abuela, sin saber cómo llegó hasta allí, pero por suerte los seis pies han quedado del otro lado, ahora puede ver con mucho más detalle los dedos. Supongamos que en ese patio, de baldosas negras y blancas muy gastadas, se encuentra usted con su padre, que lo abraza con cálido afecto. Supongamos que su padre murió a causa de una embolia pulmonar y que a usted le dijeron que sólo si hubiera estado en el quirófano habrían podido salvarlo, abriéndolo de inmediato para operar el coágulo. Supongamos, entonces que, después de la alegría inicial, usted comienza a desconfiar y busca en el pecho de su padre la cicatriz que esa operación debería haber dejado. Supongamos que la cicatriz no está y que por ese dato usted se da cuenta de que está frente a un impostor que tiene el cuerpo, la voz y la memoria de su padre pero no es exactamente su padre. Supongamos que a pesar de todo, usted decide disimular esa certeza para no apenar a su madre.
Aunque todas esas suposiciones fueran ciertas, ¿cómo podría usted estar seguro de que se trata sólo de una pesadilla?