a jornada de trabajo y escolar comenzaba tempranito. A las 5:30 de la mañana, salían diligentes escobas más una cubeta de agua a barrer la calle; las señoras de mayor edad, embozadas en rebozos de bolitas, cumplían la rutina cívica de levantar los polvos del tiempo. Casa adentro, los hijos de familia realizaban con marcial disciplina el quehacer que le correspondía: barrer los cuartos, tender la cama, sacudir, trapear los pisos; algunos más afortunados salían a comprar el pan recién horneado en la panadería del barrio; al primer resplandor de los rayos del sol, se oía el trote del caballo herrado que jalaba una carreta, cargada de botes de leche recién ordeñada, ¡llegó el lechero!, y de inmediato las vecinas recibían en sus ollas de peltre o de aluminio los litros de leche del desayuno, para luego hervirla, y ésta era otra tarea matutina: “cuando hierva la apagas”, decía terminante la mamá, y no la dejes tirar, porque entonces me lavas toda la estufa. Solía pasar el señor del aguamiel, jalando un burrito cargado con sendos cántaros de pulque y aguamiel, el jefe de la casa recibía gustoso su pocillo de pulque y el resto de la familia un litro de aguamiel.
Al mismo tiempo, recorrían las calles los voceadores, gritando el nombre de los dos diarios de la ciudad; de puerta en puerta un buen número de familias compraba un ejemplar. Una vez aseada la casa, a eso de las 6:30 de la mañana, seguía el aseo personal. Si tocaba baño, que no era todos los días, se corría a la tienda para comprar unos “combustibles para el calentón”, y darse de súbito un regaderazo, para que los otros seis o siete miembros de la familia pudieran hacer uso del baño. Luego, eso sí, el uniforme bien planchado y limpísimo se vestía como si fuera una gala cada día, los zapatos bien boleados ya fueran negros, con grasa, o blancos con aquel blancol espeso –los tenis estaban fuera de lugar excepto para los días de gimnasia y deportes-. Los lunes sin falta había honores a la Bandera.
El desayuno era estrictamente comunitario. Todos, listos y arreglados para salir a la calle, se sentaban a la mesa, ritualmente bebían su vaso de leche acompañado con pan dulce, a veces se escanciaba un aromático chocolate y muy rara vez se tomaba café negro, casi siempre era café con leche sobre todo para los niños. Normalmente, los famosos bolillos o virotes se rellenaban con huevo y/o frijoles para llevarse en bolsitas de papel como lonche del recreo en la escuela. Acabado este acto familiar, y una vez enjuagada la boca, cada uno corría con su mochila a dar el beso de despedida a los papás, para ir a esperar el camión a la esquina, o bien si la escuela era cercana –digamos unas cuatro a diez cuadras- se caminaba de manera presurosa, para llegar a tiempo al colegio, porque si no, te cerraban literalmente la puerta en las narices.
El silbato de la estación del ferrocarril, dominaba el espacio urbano de la ciudad, y marcaba la entrada al trabajo. De la alameda a la calle de Guadalupe hasta el Panteón de La Cruz; de la calle Madero hasta el Jardín de San Marcos con todo y kiosco y la fuente de los cantaritos, y su barrio tradicional; de la calle Petróleos Mexicanos o carretera a Zacatecas hasta José María Chávez y salida a México, del Cerrito de la Cruz por la Avenida Héroe de Nacozari hasta la colonia Fátima, de la carretera a Calvillo a la torre de la Fundición y el Cerro de la Grasa, de la Gremial y Altavista hasta el barrio de Triana o Templo del Encino y luego las huertas Gámez y el barrio de la Salud. Área que cierra el primer anillo de circunvalación. Corrían los años cincuenta, el país contaba con 25.8 millones de personas, de las cuales 188,075 habitaban en el estado de Aguascalientes y la ciudad capital sumaba entonces 93,363 pobladores, un poco más de la décima parte de la población actual. Así era nuestra tierra. n