n México, la denominación misma de la corriente ha adoptado el mote. En el resto de Latinoamérica, el vestuario ha sido diferente, pero el esquema del que se parte es el mismo.
Una supuesta izquierda renovada, moderna, dialogante, se instaura como el paradigma de una clase política que parece haberse cansado de luchar contra los poderes fácticos, y de una generación que renunció a morir sin ser gobierno.
Ningún teórico contemporáneo de izquierda sustenta la sarta de despropósitos que enumera Michelle Bachelet en sus reflexiones sobre lo que un gobierno progresista debe hacer. Y ninguno, por más vanguardista que sea, compartiría el rol que ha jugado la izquierda latinoamericana (y mundial) frente al golpe de Estado en Honduras.
¿Qué le ha faltado a Manuel Zelaya para ser “políticamente correcto”? ¿Qué norma han respetado los golpistas? ¿Qué evidencia busca la “comunidad internacional” para que se agote su paciencia?
En los años 80, y aún en principios de los 90, recuerdo a una izquierda mexicana activa en el plano internacional. Cuando una tropelía se consumaba contra algún “camarada” o movimiento, o grupo nacionalista u organización minoritaria, sus dirigentes cabildeaban pronunciamientos y acciones de solidaridad.
El legado de la solidaridad internacional le es común a todos los tipos de filiación progresista; desde quienes ven a Ernesto Guevara como fuente de inspiración, hasta los que gustan del esquema de ideas de Jürgen Habermas (ver el concepto de “patriotismo constitucional”); desde los que reivindican a José Martí, hasta quienes creen en el pacto global que David Held o Joseph Stiglitz han detallado en sus propuestas.
Pero además de ello, es el esquema de conmoción más básico que funda la decisión de “ser” de izquierda. Quien rompe la alienación, o quien abandona sus propios intereses (Hegelianamente, deja de ser un “idiota”) y se preocupa por algo más grande que su propio interés (incluso que el interés estrictamente nacional), puede entonces desarrollar convicciones más acabadas.
Pero en el mundo, y en Latinoamérica, ese espíritu se ha abandonado. Ignacio Ramonet, director de la versión hispana de Le Monde Diplomatique, escribió una crónica de las elecciones del 2006 en México, señalando que si las cosas que sucedieron acá hubieran pasado en un país europeo, el repudio de la opinión publicada hacia los poderes fácticos habría detenido la embestida de las elites.
Pero si lo del 2006 en México fue lamentable, lo del 2009 en Honduras ha sido una atrocidad. Revela una izquierda instalada en distintos espacios del poder público internacional, que es incapaz de defender la naturaleza global de la lucha por la justicia. No hay legado más reformador que aquella frase que en los 70’s se repetía entre los estudiantes una y otra vez: “Nada de lo que es humano me es ajeno”. n