La Feria de los Chicahuales ya forma parte de la vida cotidiana de Aguascalientes. Esto se debe a la a cercanía geográfica con el municipio de Jesús María, a la convivencia urbana que se fusiona por el norte moderno y en algunas partes exclusivo de Aguascalientes. Este íntimo contacto se multiplica en el poniente todo el corredor otrora ejidal de Los Arquitos, los Pocitos y por Venadero. Somos uno y diferentes. Compartimos territorio y poco a poco historias, problemas y retos simultáneos de desarrollo urbano y seguridad pública, bares y restaurantes y una que otra fiesta. Padecemos y disfrutamos el síndrome contemporáneo de las ciudades conurbadas.
El vínculo se vuelve más estrecho cuando se trata de relaciones mediadas por la historia cotidiana que se ha vuelto común por inercia más que por convicción. Así es que a la comunidad territorial en la que muchos viven en Jesús María para trabajar en Aguascalientes, se agrega la sensación de dominio público en la que todos sabemos que hablar de brujos, remedios y limpias es hablar de Jesús María.
En este contexto y después de mucho tiempo me fui a la Feria de Chicahuales a ver por primera vez el enfrentamiento entre moros y cristianos que se celebra a finales de julio al menos desde el siglo XVIII. En ese lugar me encuentro periodistas, fotógrafos ocasionales y, algo inesperado, consolidados investigadores de una universidad gringa que viajaron de sus lugares de origen sólo para ver y presenciar en vivo una tradición que involucra la religión, la pertenencia étnica y la guerra. Una tradición que atañe a españoles, indígenas mexicanos y musulmanes. Tres culturas y tres destinos que se cruzan.
Es un ritual que dura casi tres horas, como una ópera, una tradición en la que los personajes son los propios chicahuales vestidos de blanco con sombreros grandes aplanados por la parte de enfrente y cubiertos de adornos multicolores. Junto a ellos está el Rey de los Chicahuales con una capa roja , pantalón verde vivo y una máscara de buena factura y, claro está, Santo Santiago con capa café y faldón blanco montado sobre un caballo albino y un sombrero gris de ala pequeña.
La experiencia se lleva a cabo a un costado del templo principal de la cabecera municipal y es francamente buena. Me sorprendió el color de la vestimenta y la luz del ambiente. Me agradó el sentido de pertenencia y de apropiación que tiene la gente con la fiesta. El ritual ocurre sin depender ni del gobierno ni de la iglesia aunque se fusionan y se ayudan. La coordinación del ritual es de una cofradía que trasciende los sexenios y los trienios, una actividad que ha sobrevivido a los siglos y las generaciones.
Todo me gustó pero la sorpresa mayúscula fue el ejemplo de modernidad política que convive con esa vieja tradición. Moros y cristianos pelean a brazo partido. Las espadas se cruzan en varias ocasiones. El apóstol Santiago con su luminosa presencia define el triunfo a favor de los Chicahuales. Al final de la historia Santiago resucita con la misma espada que vence a los Moros y el ritual concluye con un saludo y choque de manos que culmina con una carrera en estampida donde ya no hay adversarios.
Dos culturas totalmente diferentes pelean a muerte y finalmente se reconcilian. Es el ecumenismo antes del ecumenismo del Concilio Vaticano II. Es una lección política que convive inteligentemente con el entorno. La lucha cruenta que tiene un vencedor pero que no extermina al adversario. Gran lección para los investigadores universitarios que vinieron de Estados Unidos. Gran lección para la política y los políticos contemporáneos. La didáctica de la tolerancia expresada en un acto sencillo. Memoria en acción que no deja de enseñar. Teatralidad que revela verdades trascendentes.