A Inglaterra la azota un escándalo mediático que lleva 20 días en las planas de los tabloides. Un grupo de ministros, al parecer, se benefició en exceso en lo que se refiere a gastos de representación. El problema: que los ministros, a través del régimen parlamentario, inciden de manera directa en el control del órgano encargado de vigilar la aplicación de esos gastos.
Los ministros ingleses ganan, en promedio, 70 mil libras al año. Unos 123 mil pesos al mes. Un 10 por ciento más de lo que gana, según el portal de transparencia, un secretario del gabinete estatal. Y sustancialmente menos de lo que percibe un diputado local, pese a lo que se lea en la página. Pero no es la discusión fácil la que condena los altos sueldos, la que resuelve el problema.
Decenas de plumas británicas han salido a matizar el escándalo y a exigir que la opinión pública mida la verdadera dimensión del tema. Un contador promedio gana más de la mitad del salario de un ministro en el Reino Unido, incluyendo para la media a países más pobres como Escocia y Gales. La desigualdad no un asunto del cual espantarse, si consideramos que mientras allá un ministro gana alrededor de tres a cuatro veces el ingreso medio per cápita, aquí, un cargo similar obtendría entre 35 y 35 veces mayor remuneración que el promedio de los mexicanos.
Pero además de eso, los ministros británicos tienen una formación plausible. Destacan posgrados en las mejores universidades del mundo, (las universidades de elite del Reino Unido obtienen, al revisar los rankings más serios, el mayor número de lugares entre las mejores del mundo, sólo detrás de Estados Unidos) a la que se agrega experiencia parlamentaria y del servicio público, y en la mayoría de los casos, trayectorias impecables en diversas formas de evaluación.
Pero allá también una parte importante de la opinión pública plantea sus problemas como si vivieran en una isla (aunque Gran Bretaña sí pueda ser catalogada como tal, geográficamente). En estos días, se sitúan las campañas para elegir representantes en el Parlamento Europeo, y las estimaciones más serias pronostican una participación del 40 por ciento de los votantes. ¿La razón?, a decir de muchos: el déficit democrático, el alejamiento de las elites políticas de los problemas del ciudadano. (¿Nos suena conocido?)
Allá, una tasa alta de desempleo, y escándalos como el de los “altos” ingresos de los ministros, alimentan a muchos sectores de la opinión publicada a llamar al abstencionismo, a la búsqueda de mecanismos no institucionales para resolver el problema. Sin contestar a la pregunta: ¿Con qué programa?
Aquí, la pobreza y desigualdad que han definido a esta tierra en los últimos 500 años, prácticamente sin ningún cambio en su distribución, son ahora un extraordinario argumento para que muchos “líderes de opinión” convoquen también a “votar en blanco”. Creen que es novedosa la propuesta, aunque tampoco contesten la misma pregunta: ¿Con qué programa?
Si evaluamos las condiciones de desarrollo económico, e incluso en una acepción más amplia de bienestar, de desarrollo humano, en Reino Unido y México se viven situaciones muy distintas. Al igual que en la mayoría de los países, en los que el abstencionismo se asoma como un peligro latente. La película podría llamarse: “los ricos tampoco votan”, y es que, aun en México, resulta que académicos y líderes de ONG’s cuya principal fuente de sustento son los presupuestos públicos, sean quienes enarbolen el discurso del abstencionismo, “interpretando” a los humillados, a los que carecen de patria, pero que tampoco la tuvieron antes y que tampoco votaban hace 20, 40 ó 60 años.
Por eso, es que el camino de legitimidad de la democracia no sólo se fundamenta en aspectos materiales, que sí son una base relevante. Los caminos de la deliberación, que son los que les correspondería impulsar a esos paladines del voto nulo, con foros de análisis y discusión, también son una ruta de consolidación democrática que nadie nos impide trazar.
Pero parece que la lectura trasnochada de una buena parábola de José Saramago es mejor marco de referencia para crear una actitud ante la democracia que el estudio de la realidad. Lo que falta, además de progreso, es diálogo. Diálogo entre civilizaciones, entre gobernantes y gobernados, entre distintos sectores. Para eso debería servir el periodismo: para acercarse al Otro, recomendaba Kapuscinski, apasionadamente.