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jueves, diciembre 18, 2025

Por otras élites y un nuevo contrato social

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El país cambia, aunque no lo advirtamos, como propuso el pasado 22 de octubre del 2007 Macario Schettino, en su artículo “el río y la realidad”, en el que retoma la metáfora de Heráclito, quien comparó el transcurrir del tiempo con el cauce del río, y que está estrechamente con la sofisticada concepción del tiempo (evento, coyuntura y estructura) que ha propuesto más recientemente (en la segunda mitad del siglo pasado) el sociólogo e historiador francés, Fernand Braudel.

La idea básica de Schettino, es que vivimos en una época de muchos remolinos en la superficie (los escándalos de Fox, de los Bribiesca, de Ahumada y de Miguel de la Madrid, por ejemplo), pero que también sostiene una convulsión en su estructura.

Y aunque estoy en desacuerdo en el desagregado particular de los actores que nos propone Macario, creo que el planteamiento es brillante, y que los eventos de la semana nos pueden servir para retomarlo como método de análisis.

La coyuntura que ha definido a la alternancia; es decir, los eventos transcurridos desde el 2000 a la fecha, han sido disputas entre lo pasado y los distintos escenarios que diversos actores intentan construir para el futuro. Algunos tienen en común con el pasado la fuente de legitimación institucional (el foxismo y el calderonismo han mantenido alianzas corporativas del viejo régimen, como la del SNTE); otros tienen en común el discurso de legitimación (nadie puede negar que Andrés Manuel López Obrador predica ideas del corte nacionalista-revolucionario); y otros apelan a la simple negación de imágenes, pero a la reivindicación del modus operandi del pasado (tenemos a alguien que luce nuevo, como Peña Nieto, pero que su actuar no es distinto al de Fidel Herrera, por ejemplo).

Pero, a pesar de todas las críticas, los actores institucionales construyen, a veces más obligados por las circunstancias que por su capacidad propia de imaginación, una estructura distinta. Nuevas políticas públicas en materia social, por ejemplo, como las que han impulsado el gobierno federal (seguro popular, oportunidades) y algunos gobiernos locales (especialmente el del Distrito Federal); nuevas reglas económicas, que afectan a sectores que habían basado su supervivencia en el amasiato con el gobierno (el IETU y las reformas a la ley del Banco de México, por ejemplo); y nuevas reglas políticas, que obligan a un saneamiento, si bien lento, también constante, de la vida pública (como la reforma electoral).

Pero el grado e impacto de las reformas, contrastados con el deterioro de un país que no ha tenido un proyecto de progreso en los últimos 100 años, parecen tan insuficientes, que no alivian en nada los pronósticos de catástrofe que hoy, con más evidencias que nunca desde el cardenismo, se asoman en el horizonte del Estado mexicano.

Y el déficit se explica, fundamentalmente, en dos vías: una descomposición acelerada de las élites políticas, catalizada por la ruptura de los equilibrios tradicionales en el reparto de poder y canonjías; y la falta de cohesión social y sustento democrático del régimen, que simple y sencillamente carece de viabilidad en medio de la ausencia de ciudadanos.

Las palabras del expresidente Miguel de la Madrid deberían de ser motivo suficiente para que el Poder Judicial absorbiera una investigación del caso que se acusa; como debió haber sido motivo el escándalo desatado por la revelación de una llamada en la que Luis Téllez aseguraba que Carlos Salinas de Gortari se había robado la mitad de la partida secreta. Los alegatos legaloides y letristas sobre la imposibilidad que tiene el Judicial de involucrarse en el caso resultan desproporcionados vistos desde cualquier lógica, y ante la importancia y magnitud de las imputaciones y de los acusantes.

Lo que no se quiso hacer por la vía del derecho, en la transición pactada que ofreció impunidad a cambio de alternancia, y tampoco se hizo por la vía ciudadana, a través de la creación de esquemas de rendición de cuentas y participacionismo, se está haciendo a través de un desafío abierto, y a “navajazo limpio”. Las televisoras someten al IFE, que intenta salir lo menos perjudicado posible de una pelea contra el Goliat del mundo de la cultura; y los grupos al interior del PRI reviven una serie de agravios (De la Madrid y Madrazo son los últimos protagonistas) ante la inminente posibilidad de retornar al poder luego de la larga noche azul que ha llevado al país al estancamiento económico.

En la izquierda, destaca que el escándalo de Ahumada y las denuncias a las mafias políticas hayan servido como preámbulo a la decisión del jefe de gobierno del Distrito Federal de hacer pública su aspiración a la presidencia. El hecho, que no es un destape, pues no se da en el esquema de reglas del viejo régimen, sino con más coincidencias con la forma propia de las democracias consolidadas de apuntalar candidaturas de ese tipo, no puede ser advertido como casual.

Marcelo Ebrard intenta presentarse como el único presidenciable que no está ligado a las mafias de la política (un discurso, curiosamente difundido por su rival en la lucha por la candidatura del PRD, Andrés Manuel López Obrador), y la circunstancia parece ser óptima, ante el lodazal que ha caído sobre actores como el propio AMLO, Enrique Peña Nieto y Santiago Creel. El problema que tiene Ebrard, es que para gobernar la Ciudad de México ha necesitado construir alianzas políticas con un grupo corporativista, como el que encabezan Dolores Padierna y René Bejarano.

De ahí, que los coqueteos constantes de Ebrard ante grupos con un perfil más democrático, como una parte de la Nueva Izquierda y del Foro Nuevo Sol, paguen precios mayores a los que supondría un cálculo basado estrictamente en el capital político que representan.

Pero hasta ahora, ni la plataforma política de Ebrard, ni la de AMLO, ni la de Peña Nieto, ni la de Vázquez Mota, ni ninguna otra, trazan estrategias de un gobierno que pudiera sacar al país del atolladero en el que se encuentra. Ninguno de los aspirantes a la presidencia está convencido auténticamente del cambio de régimen; todos creen, que con ellos a la cabeza, y con la vigencia de las reglas actuales de poder, sería suficiente para imprimirle un nuevo rumbo a la nación.

No hay partido político en México, ni corriente política que desarrolle escuelas de ciudadanía, o promueva la deliberación pública como ejercicio para transitar a un nuevo régimen; ni siquiera hay un esfuerzo de divulgación en aspectos tan básicos como los derechos humanos, ni en agendas de tan amplio consenso como la protección de los consumidores o la responsabilidad hacia el medio ambiente. Se cree que nuevos nombres son la solución para nuevos horizontes, un discurso que debió haberse agotado con el derrumbe de los Estados del este Europeo, en el colofón del breve siglo XX.

Con estas élites, y mientras esté vigente el actual contrato social, no hay mucho que esperar.

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