ace apenas unos años, la vida parecía rosada. Esto, claro, lo digo con el beneficio que da la distancia. ¿Qué podía preocuparnos entonces, sino trabajar, estudiar, cuidar a nuestros hijos, hacer que alcanzara el salario, mantener vivos nuestros planes y seguir atendiendo en paz y diligentemente las ineludibles obligaciones de la vida? Hoy parece que todas nuestras capacidades, especialmente las económicas, las inmunológicas y las nerviosas fueran probadas al máximo. Tres crisis profundas han descendido sobre México; todas, en sus muy perversas y distintas formas, diseminaron una sensación muy real de que la integridad de las personas y la viabilidad del país estaban en riesgo. Una de ellas es importada, pero las otras dos tienen certificado de nacimiento en suelo patrio. La crisis económica, implosión económica de capitalismo sin controles, afecta a todo el mundo, pero se engendró en Wall Street. Somos más víctimas (casi) inocentes que protagonistas. En cambio, las otras dos crisis que padecemos son muy mexicanas. Me refiero a la violencia del crimen organizado, que ha causado un dolor espiritual muy real e intenso en la conciencia de los mexicanos –por no mencionar el dolor físico de aquellos que han sido víctimas– y a la más reciente crisis epidemiológica provocada por la aparición del virus de la influenza porcina. No parece casual que esas dos crisis, de las más preocupantes de nuestras vidas, hablando de la generación que estamos vivos, se hayan presentado juntas. Las desgracias, decían las abuelas, nunca vienen solas.
Primero, el crimen organizado. Más de 5 mil personas fueron asesinadas el año pasado en nuestro país en relación al crimen organizado (en Irak, país en guerra, ese mismo año murieron 5 mil 929 irakíes, incluyendo soldados, como consecuencia del conflicto bélico). Hubo por primera vez en muchos años terrorismo a la Medio Oriente: bombas en la celebración del día de la Independencia nacional; dantescas escenas de asesinatos o decapitaciones múltiples en medio del campo, como si de una especie de genocidio se tratara, con imágenes que recuerdan más a una república del África ecuatorial en guerra tribal, que a la suave patria lopezvelardiana. Desconozco los números de la violencia, pero más allá de las estadísticas, nos despiertan todos los días los rumores sobre a quién han secuestrado, a quién mataron en plena mañana a la vista de todos y, sobre todo, las imágenes cada vez más violentas y las historias del horror de los mutilados, descabezados, asesinatos múltiples e incluso de violencia criminal hacia los niños; y entonces sentimos que se ha cruzado una línea. Secuestros y extorsiones cerca, muy cerca de nuestro círculo social íntimo, o ya dentro de él. En Aguascalientes el año pasado, y en éste también, hubo momentos en que sentimos como si habitáramos una zona de guerra (I see the fire sweeping / our very street today). Los rumores de las balas rasgaron las noches y el sueño de muchas familias, y no lo digo en sentido metafórico. En el fondo de todo ello, de manera correcta o no, percibimos la figura impune, burlona y desafiante del “sicario” fuera de control, como en la pantalla de un autocinema a mitad de la noche. Entonces México se enferma. Brincamos a los titulares de los periódicos de todo el mundo (de Bielorrusia me escriben preguntándome por mi salud) y somos por primera vez, desde el Mundial de México 86, el tema de conversación del planeta. La gripe se propaga a todo el mundo, pero en otros países, extrañamente, la gente no se muere; a esto la Organización Mundial de la Salud lo llama un enigma.
Los antropólogos desde hace mucho han identificado al cuerpo como un microcosmos del cuerpo más grande que es la sociedad en su conjunto. En el cuerpo se expresan, en cada tiempo y geografía, los temores, las esperanzas, las enfermedades y las aspiraciones de la nación, tribu o comunidad que lo contiene. Los teddy boys de los años 60, los punks de los años 70 y los Emos de nuestros días saben, aun sin ser plenamente concientes de ello, que la manera de llevar el cabello, de tatuarse la cara, de mostrar la piel e incluso de automutilarse, es denuncia y protesta, y al mismo tiempo una silenciosa forma de reflejar la sociedad en la que viven. Esto me lo explicó con otras palabras, hace muchos años, cuando yo era un adolescente de pelo largo, un miembro de la banda “Pistol Floyd”. Nadie lo ha explicado mejor que la antropóloga británica Mary Douglas. En su libro Purity and Danger (1966), escribe: “El cuerpo es un modelo que puede representar a todo sistema cerrado. Sus fronteras pueden representar cualquier tipo de frontera que se halle bajo amenaza o en estado precario. Las funciones de sus distintas partes y las relaciones entre sí representan una suerte de símbolos de otras estructuras complejas. No podemos interpretar los rituales… a menos que estemos preparados para ver en el cuerpo un símbolo de la sociedad y ver los poderes y las amenazas hacia la estructura social reproducidas en miniatura en el cuerpo humano.”
John Dominic Crossan en The birth of Christianity (1998) explica los casos de lepra en el Nuevo Testamento como una protesta simbólica de aquellos que precisamente sólo contaban con su cuerpo para expresarse. Las fronteras geográficas de Palestina habían sido penetradas por el Imperio Romano y el cuerpo se enfermaba precisamente en su frontera visible, la piel. En el mismo sentido podríamos interpretar la famosa fotografía del monje budista autoinmolándose con fuego en la guerra de Vietnam. Más recientemente, se ha publicado en varias ocasiones que la población afroamericana de los Estados Unidos, que sufre mayor discriminación social y racismo, como grupo social, tiene mayor presión sanguínea, y por tanto, una mayor tasa de infartos, enfermedad del corazón y fallas renales. Y los mexicanos jóvenes, sanos, se enferman de una infección que los asfixia, que hace doler el cuerpo como si hubiera sido golpeado, que les quita la vida y que tiene su origen en los cerdos.
Llama la atención la interrogante internacional de por qué se mueren los enfermos de México mientras que en otros países los síntomas parecen ser más leves. Se responde que debe haber un factor geográfico desconocido o a la presencia de otro virus de circulación local. (¿Será posible que ese virus tenga forma humana y porte un cuerno de chivo?) Los cubre bocas esconden el rostro de todos en un paisaje surrealista que se antoja de ciencia ficción; nuestras telas verdes y blancas sobre la boca nos hacen simbólicamente irreconocibles y anónimos y al mismo tiempo nos unen en un gesto de protección común; las calles, donde tienen su tétrico escenario las dos grandes crisis nacionales –la violencia y la epidemia– se quedan abandonadas y nos apertrechamos en nuestras casas en forzosa cuarentena, con miedo de salir. Incluso el Presidente lo subrayó en palabras cargadas de simbolismo y doble sentido: “Lo más seguro por ahora es quedarse en sus casas”. Nos une algo por primera vez: nuestra vulnerabilidad a los cerdos y sus virus mutantes. El cuerpo físico se sintoniza con y representa al cuerpo social. Nuevamente en palabras de Mary Douglas: “El cuerpo humano es lo único común a todos; nuestra condición social varía. Los símbolos basados en el cuerpo humano se usan para expresar las distintas experiencias sociales”. No sé si sea el caso, pero si esto fuera cierto, que México como un solo organismo estuviera expresando simbólicamente que la enfermedad que le aqueja llegó a niveles que le parecen, por fin, insoportables, podríamos decir que la dolencia física del momento es la influenza; pero la verdadera enfermedad es la influencia porcina. n