Sin oponer resistencia, una mujer permite que dos enfermeras la manipulen, la recuesten y coloquen unas terminales en la cabeza, también un protector bucal para evitar que se muerda, enseguida la tratan con electrochoques. Una corriente de electricidad pasa por su cerebro con una fuerza que va de 70 a 400 voltios y un amperaje de hasta 1.6 amperios. La paciente sufre una convulsión, la reacción del cuerpo es violenta, súbita, extiende los brazos, los dedos crispados buscan asidero. La imagen es perturbadora.
Así inicia el corto promocional The shock doctrine. A la imagen se agrega el sonido de una descarga eléctrica fulminante. Mientras en la pantalla se convulsiona la joven, la voz de Naomi Klein establece: “Rehacer personas. Conmocionarlas hasta que obedezcan. Este es un relato acerca de esa poderosa idea”. Efectivo, sumamente efectivo. El corto es de 2007, pero se ha vuelto a poner de moda en estos tiempos de influenza, para insinuar que algo se nos está ocultando, que alguien no está diciendo la verdad, que ellos nos engañan.
¿Quiénes son ellos? No importa, de hecho, preguntarlo es formar parte de los otros, de los que no quieren ver en la emergencia el resultado de una conspiración contra los pobrecitos mexicanos, incluidos los incrédulos que no son capaces de ligar toda la información que va llenando los medios, en especial, internet, a través de las redes sociales, el chat, el correo electrónico o la mensajería instantánea.
Así, junto con los enlaces al comercial del libro de Naomi Klein (porque eso es), los conspiranoicos ofrecen elementos para consolidar las pruebas de que el virus de la influenza AH1N1 es algo más que eso, ¿pruebas?, aquí están: cerdos muertos en China o la India, qué más da, mataron a los puerquitos; la relación entre Al Qaeda y los cárteles de la droga mexicanos; el maletín secreto de Obama en que venía el virus; la alerta epidemiológica como método de distracción para que se aprueben leyes en el Congreso; una granja diabólica en Veracruz como foco de la infección; el origen extraterrestre de la influenza; un pretexto para el golpe de Estado, de ahí la presencia de los militares en las calles; las risas maquiavélicas de Calderón, Obama y Sarkozy mientras planeaban cómo echar a andar de nuevo la economía mundial; el malévolo silencio de López Obrador; el activismo electorero de Marcelo Ebrard; el odio de los dioses contra de Luis Armando Reynoso…
La lógica del conspiranoico es sorprendente, presenta sus fantasías como argumentos y es capaz de explicar sus delirios de forma coherente, después de todo no es tan difícil, se basa en el miedo, no en el análisis de los hechos; para convencer al otro no requiere más que una mentira contundente a la cual rodear de suposiciones. No se tiene que citar la fuente, basta mencionar que lo leyó en un correo, que alguien le pasó la información, que una tía se acuesta con el asistente segundo de alguien que tiene acceso al gabinete, que un amigo tiene un primo con una hermana que a su vez tiene un amigo al que le sucedió. Además, es verdad, porque así lo dicta el tono docto que asume para descartar cosas de las que no tenía el menor conocimiento unas horas antes, como descartar el uso de tapabocas porque el virus se mide en nanómetros, mientras que los orificios de la tela se pueden ver a simple vista; si aún encuentra resistencia, basta disparar una serie de preguntas a las que antecede la sospecha de que algo se nos oculta: ¿cuál es el número real de muertos?, ¿por qué no coinciden las cifras?, ¿por qué se tardaron tanto en informar?, ¿de qué murieron realmente los infectados?, ¿por qué no se les atendió en forma adecuada?, ¿por qué sólo se mueren en México?…
Las preguntas se pueden multiplicar al infinito, pues cada una tiene como característica provocar una conversación paralela en la que se juzga el papel de los medios de comunicación, las instituciones, los políticos… el chiste es disparar todas las alarmas posibles para confundir, así de voraz es el ansia apocalíptica de los conspiranoicos, lo peor de nosotros mismos.
En perspectiva, la locura de los conspiranoicos no hace daño, vamos, que digan lo que quieran, al final se ha se sumar a las leyendas en que Pedro Infante canta en un bar de Naucalpan, Zapata sigue cabalgando en Morelos porque al que mataron fue a su hermano o, en un contexto internacional, Elvis sigue vivo y los nazis no perdieron la guerra, sino que se retiraron a vivir como intraterrestres.
Sin embargo, lo grave de la coyuntura es que estas teorías endebles hicieran mella en unos cuantos, al grado de considerar las medidas de prevención como innecesarias. Es por ellos (y no ese ellos maléfico al que acuden los conspiranoicos) que como ciudadanos estamos obligados a socializar la información que se tenga, no el chisme o el rumor, las medidas que analizadas a la luz de la sensatez permitan salvar una vida.
En general, los medios de comunicación no se han dejado llevar por los conspiranoicos y han cumplido de forma eficaz con la tarea de instruir a la población sobre las medidas de prevención del contagio. Ahora corresponde a los ciudadanos no ceder a la tentación del rumor, impedir que la información que el gobierno está obligado a ofrecer se convierta en discursos que se vanaglorie o esquive su responsabilidad.
El spot de Naomi Klein finaliza señalando que “El mejor modo de permanecer orientados, de resistir el shock, es saber qué nos está sucediendo y por qué”, enseguida aparece un letrero que dicta: “La información es la resistencia contra el shock. Armémonos”. Exacto, información es poder, una obligación y derecho ciudadano que permite actuar con rapidez ante cualquier contingencia, exigir en forma oportuna para no quedar en el desamparo.
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