La Semana Santa, con su preámbulo en el Domingo de Ramos y su clímax en el Domingo de Resurrección, es la fiesta más importante del cristianismo y el tiempo más sagrado para la iglesia (así, con minúscula, para no referirme a ninguna denominación en particular); tiempo de playa, de tardes borrachas de sol y vacaciones en Vallarta que han sustituido a aquellos días de recogimiento. La primera Semana Santa de la historia bien podría ser uno de los puntos de inflexión en la historia de las ideas: la crucifixión y el inicio de la creencia en la resurrección de Jesús que, bien vista, es una de las proclamas más extrañas que se hayan escuchado jamás: un grupo de pescadores toscos que aseguraban que su recién ajusticiado líder se había levantado de la tumba y les había dado la orden de ir por todo el mundo a anunciarlo, aun a costa de sus vidas.
La Navidad (fiesta que curiosamente parece ser hoy la más importante del calendario religioso) es el inicio cósmico, epopéyico, de la historia; la Semana Santa es el final brutal, sangriento, con un misterioso epílogo: las extrañas apariciones del ejecutado. Pero si la Navidad abunda en motivos fantásticos –ángeles, estrellas viajeras, nacimientos virginales, metáforas de realidades más sutiles–, los hechos de la Semana Santa son en su mayor parte historia pura. Que Jesús de Nazaret fue crucificado bajo acusaciones de sedición y aspiraciones reales (“Este es el rey de los judíos”) es un hecho tan histórico como el que más. El carácter del resto de la narrativa transpira autenticidad. El domingo anterior, Jesús entra a Jerusalén en medio de ardientes expectativas políticas y escatológicas de la gente que lo recibe anunciándolo como heredero de David (Mc. 11,10) (un título con carga política y quizá militar); el lunes, Jesús hace su primera y última gran demostración pública en el templo de Jerusalén, el centro religioso y político de Israel, donde se asentaba el poder cívico en colusión con la autoridad imperial romana; el mismo templo que para un judío devoto representaba seguramente el símbolo antes de esplendor, ahora de sumisión y contubernio con el invasor. Para un lugar como aquel, cargado de simbolismo, Jesús haría también un acto altamente simbólico, una parábola actuada: tirar las mesas de los cambistas que significaba interrumpir la actividad normal del templo, que significaba la destrucción simbólica del mismo, que significaba que Dios no estaba muy contento con las autoridades del recinto.
Este hecho, una provocación pública en un momento de por sí ya tenso (la Pascua, la conmemoración de la liberación de otro imperio, Egipto), podía fácilmente llevar a un motín entre los judíos, y desemboca en el arresto de Jesús. El viernes es ejecutado por Roma bajo acusaciones de conspiración (“Así que tú eres el rey de los judíos”). El nazareno es rápidamente clavado en dos palos, muere el mismo viernes (era común que los crucificados colgaran en agonía por varios días), los apóstoles se dispersan, y depende a qué versión hagamos caso, vuelven a Galilea, al norte, o bien, se quedan escondidos y temerosos en Jerusalén. De acuerdo a la narración más antigua con que contamos (el Evangelio de Marcos), el domingo en la mañana, las mujeres acuden a la tumba del nazareno, la encuentran vacía y reciben, de “un joven” que ahí encuentran, la extraña noticia de que “él no está aquí” y que los apóstoles lo encontrarán, como él les había dicho, en Galilea. Las mujeres corren presas del pánico y es aquí donde termina el relato original.
La siguiente escena es la de un fariseo convertido, el apóstol Pablo, anunciando que él también ha visto al Señor (1 Cor 9:1) e incluso transmitiendo una lista de personas que han visto a Jesús después de muerto, “la mayoría de los cuales todavía vive”, (1 Cor 15:7-9) como invitando a los lectores a preguntarles directamente y comprobar por sí mismos la extraordinaria afirmación.
Esta afirmación –que un condenado en la cruz había resucitado y además, por ese hecho, era el mesías de Israel– no pasó desapercibida para algunos cronistas de la época. Sobreviven dos testimonios independientes de historiadores no cristianos que conocen el rumor y lo reportan en sus escritos. El romano Tácito (56-117 D.C.) se refiere a él como “una horrenda superstición”, en tanto que Flavio Josefo (37-100 D.C.), que escribió su historia de los judíos en el siglo I, más neutral, describe a la “tribu” de los cristianos y a su fundador, “Jesús, un hombre sabio”, cuyos seguidores, a pesar de haber sido ajusticiado (oficialmente eso lo descalificaría para mesías), “no han cesado en su amor por él”.
Casi ningún estudioso serio del Nuevo Testamento, creyente o no creyente, niega hoy que algo extraño sucedió a los seguidores de Jesús a los pocos días de la crucifixión. Que los apóstoles tuvieron una experiencia de algún tipo que los hizo creer que la muerte no había terminado con la existencia ni con el mensaje de su maestro, es un hecho histórico. Los himnos insertados en las cartas de San Pablo (por ejemplo 1 Cor 15, 3-4), escritas en los años 50, y que hablan de la resurrección de Jesús, son de una antigüedad aun mayor; seguramente datan de los años 40 o incluso 30. La pregunta interesante aquí es: ¿qué originó esa fe? ¿Qué cosa sucedió el domingo de Pascua que propagó la creencia como pólvora e hizo que muchas personas estuvieran dispuestas a morir por defenderlo?
No es éste el lugar para presentar las diversas posturas que existen en torno a las apariciones post mortem de Jesús, sobre las cuales, es interesante hacer notar, prácticamente ningún estudioso del Nuevo Testamento piensa que fueran engaños deliberados de los apóstoles. Hay, más bien, quienes recurren a complejas teorías de alucinaciones y disonancia cognitiva, como Gerd Ludemann; otros que aceptan el hecho de las visiones (que no es lo mismo que alucinaciones) pero dan significado político a las historias –las apariciones de Jesús dan autoridad a determinado líder de la comunidad–, como en el caso de John Dominic Crossan; e historiadores como N.T. Wright, para quienes la resurrección literal es la única explicación posible a dos hechos históricos: la tumba vacía y las visiones de los apóstoles.
Pero a fin de cuentas, esto no sería lo más importante, sino entender el significado de la proclamación, especialmente para los primeros escuchas, y desde luego también para nuestros días. “Enfocarnos en la factualidad de estas historias”, dice John Crossan, “suele hacernos perder de vista su significado más que factual. Si pensamos en ellas como un solo evento espectacular, no podemos ir más allá de la pregunta ‘¿Sucedieron o no?’ a la pregunta ‘¿Qué significan?’”. Así, la importancia de estas historias tendría que ver, ayer y hoy, con su significado, no con su precisión histórica.
Pienso que si en nuestros tiempos Pedro o Pablo predicaran en Nueva York o la ciudad de México sobre la resurrección de una persona, se encontrarían con una mirada extrañada, alguien se rascaría la cabeza y después de pensar que a veces suceden cosas raras en este mundo, diría: “Ok, un muerto resucitó. ¿Y a mí qué?”. Pero para un judío del siglo I, la situación era muy distinta. La resurrección de una persona eran palabras mayores, pues significaba esto: que la resurrección general de los muertos, el fin del mundo como lo conocemos, había comenzado. Y más que entenderlo como un montón de antepasados difuntos caminando por ahí en la calle, la resurrección general significaba el final de una extensa narrativa en el que Dios por fin intervendría y quizá pondría fin a la historia: haría justicia, aplastaría a los malvados y crearía de nuevo todas las cosas; en términos prácticos: la gente vería la aniquilación de los imperios (Roma) y la restauración de Israel, lo cual era una idea altamente explosiva. Wright sintetizó muy bien la moraleja original de las historias: “Jesús ha resucitado: hay mucho trabajo por hacer”. Y podríamos parafrasear: Jesús ha resucitado, se acerca el final, es momento de actuar. Algunos, recordaría tristemente el autor del Evangelio de Marcos tras la destrucción de Jerusalén, eligieron el camino de las armas y la violencia (Mc. 15,11). Otros, el de la perfecta comunidad y la igualdad radical.