n la década de los 80, el sociólogo español, Manuel Castells, acuñó el concepto de la “era de la información” para explicar los cambios que estaban pasando alrededor del mundo. Sus tesis fueron publicadas en una trilogía de libros que se convirtieron en indispensables para explicarse el fin de la guerra fría a través de los cambios tecnológicos.
Castells describió el proceso como una “transformación multidimensional, que es a la vez incluyente y excluyente, en función de los valores e intereses dominantes en cada proceso, en cada país y en cada organización social”. En nuestro país, que juega en la liga mundial de campeones de la desigualdad desde hace varios siglos, la era de la información se ha caracterizado por la exclusión de millones de personas, para quienes la impresionante evolución tecnológica suscitada en las últimas décadas no ha representado un cambio significativo en sus niveles de bienestar.
La llegada masiva, con más fuerza que en ningún otro país, del virus de la influenza a la nación, nos ha desnudado de cuerpo entero: mientras el discurso de la clase gobernante está colmado de frases que van desde “estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance” o “el gobierno no escatimará en esfuerzos”, lo que priva, incluso en la elite política, es la desinformación generalizada. En unos cuantos actores de la política estatal y nacional, incluso, se ha manifestado el cinismo de intentar politizar la pandemia, pese al aval mundial que ha tenido la información.
En lo que a información se refiere: de un lado, la gente recibe los estímulos suficientes para entrar en psicosis, con un bombardeo poco didáctico de la información, que la impulsa a acudir a un hospital ante la menor provocación, lo que ocasiona efectos contraproducentes, aumentando, según los propios criterios oficiales, las posibilidades de propagación del virus.
Del otro, la invitación a la calma no va acompañada de alguna explicación lógica de cómo frenar, a ciencia cierta, el peligro del contagio, porque las autoridades han exhibido una incapacidad pasmosa de detectar rasgos comunes entre los infectados.
Por un lado, el país entra en la acelerada etapa de un desfile nacional de tapabocas, que se ha constituido en el elemento gráfico que caracteriza la preocupación por la pandemia; por el otro, voces de múltiples “expertos” señalan que el objeto no es ninguna garantía para prevenir el contagio. Y las recomendaciones sobre su uso, acaso, alcanzan cierto nivel de claridad luego de un detenido proceso de investigación que se deja al libre albedrío de los ciudadanos.
La verdad es que nadie sabe, en términos claros y cotidianos, qué es lo que debemos de hacer. Evitar las concentraciones públicas, ¿De 50 personas hacia arriba?, ¿De 500 hacia arriba?, ¿De 5,000 hacia arriba? ¿Qué cuidados son los prioritarios? ¿La alimentación por encima de la higiene? ¿Vamos a seguir yendo a nuestros trabajos? ¿Qué quieren decir los niveles de alerta que se dan por parte de las autoridades? ¿En dónde pueden enterarse de esos esquemas quienes no tienen acceso a Internet?
La auténtica catástrofe que nos sacude es la desinformación, que se traduce en desaliento, psicosis y pesimismo. El periodismo enfrenta un reto en mayúsculo, que es inversamente proporcional a la ineptitud del gobierno: informar a los ciudadanos. Pero para eso hay que informarse.