La conocí una tarde de intenso e inclemente sol del mes de abril de 1990 en el umbral de las actividades sanmarqueñas. En medio de la formalidad y solemnidad del evento, me llamaron sobremanera la atención su modestia y su sencillez marginal, su etérea desenvoltura, su manera de estar ahí sin querer estar, ajena e inexistente para las cámaras y los reflectores, no obstante que ella era de uno de los personajes catalogados como invitados especiales. Llegué, la vi (su cabellera blanca) y me rendí. Pensé en mi madre y pensé en el complejo de Edipo, pensé en una madre de familia, amorosa, hogareña y despistada. Dije para mis adentros: ¡Al diablo con la solemnidad! Me acerqué a ella y comenzamos a platicar. Se sumó al diálogo amistoso otro contertulio circunstancial, el pintor Julio Gaona. Al rato, tres hidrocálidos desconocidos entre sí, un novato promotor de cultura, una poeta en toda la extensión de la palabra y un artista plástico (en ese entonces “hijo pródigo”) chocaban sus cristales y brindaban con vino blanco por… su cumpleaños, el de ella, el de él y el mío. Bromeábamos, nos imaginábamos que nunca antes en nuestro cumpleaños, jamás, habíamos tenido tanta celebridad festejando nuestro natalicio: el gobernador, el director de cultura del estado, las autoridades de Conaculta, artistas, escritores y creadores locales, amigos, colados, guaruras, empleados de la institución, etc., brindando por la inauguración de la librería, y mientras tanto nosotros creyendo lúdicamente que era por nuestro natalicio. La amistad nace por y tiene motivos y razones que la razón no entiende.
Al año siguiente, conscientes de la injusticia cultural cometida contra una de las mejores mujeres que ha dado nuestro terruño, el Instituto Cultural de Aguascalientes editó como un reconocimiento a su trayectoria poética su obra completa, misma que re-editó la institución años después, en 1996.
Bajo otro sol y otro cielo abrileño, igual que el cielo cruel de los zacatecanos que dibujara magistralmente con su palabra RLV, tuve la oportunidad de verla y convivir con ella en la Feria de 1993. Yo seguía siendo un novato promotor cultural y ella la misma e imprescindible mujer poeta, marginal, modesta y sencilla. Ese año, en el marco de la entrega del Premio de Poesía Aguascalientes, certamen del cual fue jurado y le entregó el galardón a Baudelio Camarillo por su obra “En memoria del reino”, se rindió justo homenaje al autor de “No me preguntes cómo pasa el tiempo”, hoy imprescindible leyenda urbana y literaria, el viviente y ubicuo poeta mayor José Emilio Pacheco. Ni ella ni José Emilio le hicieron el feo a un concierto de rock. Fuimos a la presentación rockera del neonato grupo de Café Tacuba en la centenaria Plaza de Toros San Marcos. Más de dos mil quinientos jóvenes y uno que otro “adulto mayor” nos apretujábamos en el coso taurino para escuchar a la revelación juvenil del rock mexicano. Después de media hora de forcejeos y tacleadas logramos avanzar y ubicarnos en medio tendido, un lugar ideal para escuchar el concierto y ver atónitos la euforia de los jóvenes hidrocálidos. En esas estábamos cuando ellos (los Cafetos) sin saber que JEP estaba en la plaza escuchándolos, y nosotros ajenos al estreno de la nueva rola de los rockeros, comenzamos a oír la suave cadencia de: “Oye Carlos ¿por qué tuviste que salirte de la escuela esta mañana?”; el homenaje de Café Tacuba a “Las batallas en el desierto”, la emblemática obra de JEP que ha marcado el rito de iniciación de múltiples generaciones de lectores mexicanos. José Emilio, con la sorpresa marcada en el rostro y con un nudo en la garganta; ella, con su cabellera blanca y la alegría juvenil que reflejaban sus ojos de siete décadas de poesía, sólo atinó a decir: “Esto es mejor que cualquier premio oficial”.
El Instituto Cultural de Aguascalientes ha publicado en dos ocasiones su obra completa. Ella fue condiscípula y amiga cercana de Jaime Sabines y Rosario Castellanos, con quien viajó y vivió en España, así como integrante del grupo “8pm” (Ocho poetas mexicanos), así bautizados por Alfonso Méndez Plancarte en el mítico año de 1955. A ese grupo pertenecían, además de ella, Rosario Castellanos, Efrén Hernández, Javier Peñaloza (su esposo), Octavio Novaro, Roberto Cabral, Honorato Ignacio Magaloni y Alejandro Avilés.
Abogada y maestra de literatura egresada de la UNAM, , poeta, profesora en la Escuela de Periodismo Carlos Septién y en la Universidad Iberoamericana, cofundadora de Radio Educación y jefa de redacción en múltiples revistas y suplementos literarios, amiga y tutora de muchos jóvenes poetas, entre ellos varios hidrocálidos, merecedora de distintos premios y uno que otro reconocimiento (“nadie es profeta…”), en su novena década de generosa vida, ella sigue sembrando su poesía y el don de su magisterio, y por supuesto, sigue cosechando merecidas simpatías, caras amistades y muy pocos y agradecidos reconocimientos de su tierra natal. Y a propósito, viene a mi mente un fragmento de su poema “Y mudos ante el árido paisaje”, que retrata nítidamente nuestra pequeñez como hidrocálidos:
Un hato de mansísimos corderos
reverbera en el cobre de un sol viejo:
cobre en la piel
cobre
en el sabor de boca
que tiene el silencio.
No ver, no oír, no hablar,
bajo la palma del sombrero.
Tierra de ven, de acata, de déjate llevar,
mientras la línea dura de la boca
afila su amenaza.
Ayer, 12 de abril, la juvenil Dolores Castro, mujer, poeta y auténtica Maestra aguascalentense, cumplió 86 años de fructífera vida. Ayer, como en 1990, me tomé una copa de vino (esta vez tinto) a su salud. Ojalá tengamos muchos brindis más por ella en el porvenir. Con sincero afecto.
Pilón. Si alguien en el Ferial de este año recuerda el Ferial de 1994, no se espante, es pura coincidencia.