Tuvo que pasar casi medio siglo desde aquél famoso discurso del “I have a dream”, pronunciado por Martin Luther King el 28 de agosto de 1963 en el Linconln Memorial de la ciudad de Washinghton, para que hoy, muy cerca de ahí, frente al Capitolio, se hiciera realidad la máxima expresión de uno de sus ideales: la llegada al supremo cargo de poder de los Estados Unidos de América, por parte de un afroamericano.
El discurso se pronunció en la que hasta entonces fue la más concurrida manifestación pública en ese país, a favor de la libertad. El discurso fue emitido en una época en que el racismo estadounidense tenía una gran fuerza y sus adeptos desencadenaban violentas acciones contra los individuos de raza distinta a la puramente blanca, especialmente contra los negros.
Se quejaba Martin Luther King, bajo la sombra del monumento a Lincoln, de que no obstante que cien años antes el entonces Presidente había abolido la esclavitud en ese país, aún no había libertad para los negros. Fue un discurso que caló hondo en el espíritu norteamericano. Decía King que cien años después de la abolición de la esclavitud, los negros aún vivían atados por las cadenas de la discriminación en una isla de pobreza en medio de un mar de prosperidad material. Sin embargo, en esa emotiva arenga, el líder negro decía que se negaba a creer que la justicia —para los negros– fuera inalcanzable y esperaba hacer ver un día como realidad para los negros la riqueza de la libertad y la seguridad de la justicia.
Todavía en esa década de los famosos sesentas, en Estados Unidos dominaba un marcado sentimiento racista de desprecio de blancos contra negros. Martin Luther King traía a su discurso los ejemplos: los horrores de la brutalidad policiaca permanentemente desatada contra los negros, la imposibilidad de su acceso a tiendas, restaurantes, hoteles, escuelas y hasta iglesias “sólo para blancos” o aprisionados por la restricción de movilidad sólo dentro de los “ghettos”; también la negativa del derecho de voto para ellos. Fustigaba el racismo que afectaba la dignidad de los niños que desde sus primeros años de vida sentían las limitaciones del rechazo racial al enfrentarse con letreros tales como “asiento sólo para blancos”. Pero lanzó una voz de esperanza, pidiendo que los negros no se dejaran sumir en el valle de la desesperación y proclamó su sueño.
Hablando fuerte sobre su ideal, exclamaba que esperaba ver el día en que los hijos de los que habían sido esclavos se sentaran juntos a la mesa con los hijos de los antiguos dueños de esclavos; gritaba también por su deseo de que un día los lugares encendidos por el fuego de la injusticia y de la opresión se transformaran en oasis de justicia y libertad. Su voz se levantaba pidiendo que los negros ya no fueran juzgados por el color de su piel sino valorados por la fuerza de su carácter y con una profunda emoción expresaba su anhelo de que un día los niños y niñas negros pudieran unir sus manos, como hermanos, con los niños y niñas blancos.
La fuerza de sus palabras llevaba la fuerza de la paz, del rechazo a la violencia. Pedía a sus compatriotas negros no pretender alcanzar sus derechos por la violencia, por lo que deberían optar por la lucha con dignidad para oponer, ante la brutalidad de la fuerza física, la grandeza de la fuerza del espíritu. Y decía que la enorme fuerza de la unidad alcanzada por los negros, no debería conducirlos a desconfiar de todos los blancos, pues aún ese día, ahí había blancos compartiendo el sueño de justicia, igualdad y libertad. Decía King que esa lucha por la libertad permitiría alcanzar el día en que todos, los blancos y negros, los católicos, los protestantes y los judíos pudieran unir sus manos y cantar juntos la melodía salida de las profundidades del espíritu negro: Libres al fin!
Cuando ese sueño de Martin Luther King fue lanzado a los cuatro vientos y retumbó por los confines del país americano, Barack Obama, hijo de un inmigrante keniano, era un niño de escasos dos años de edad. Era un niño a quien el futuro, en las condiciones de entonces, le auguraba un futuro de segregación, de racismo, de vida en esa “isla de pobreza –por ser negro- en medio de un mar de prosperidad”.
Ayer Obama rindió juramento como Presidente de los Estados de Unidos de América, en una ceremonia que hace casi cincuenta años era sólo un sueño. En medio de vítores y cargado de un capital de esperanza del pueblo americano, Barack Obama fustigó fuertemente la política republicana y repitió, en otras palabras, el legado de paz de Martin Luther King.
Incuestionablemente las ideologías de los Partidos Demócrata y Republicano difieren y esa diferencia se enmarcó claramente en el discurso de toma de posesión del nuevo Presidente, el primero del sueño de King.
Los más grandes intereses capitalistas, de corte ultraconservador, son la médula de la clase republicana, marcadamente belicosa e intervencionista, que no tiene límites ni escrúpulos en su codicia.
Con toda claridad Obama marcó la diferencia de su concepción de política y gobierno, al dejar ver un abismo ideológico con su inmediato antecesor: el poderío militar de los tanques y misiles americanos no les da el derecho de hacer lo que les venga en gana y sostener que dicho poderío no ha sido suficiente para proteger al país americano. Por el contrario, ha postulado claramente la vía política del actuar por las convicciones a través de las alianzas. Es un giro de ciento ochenta grados en la concepción del imperialismo americano; es una de las más marcadas diferencias entre el pensamiento republicano que lo antecedió en el poder y el nuevo ejercicio de la Presidencia por los demócratas.
Habló el nuevo Presidente, tanto de cooperación como de entendimiento entre las naciones, en lugar de la imposición militar. Sin dejar lugar a dudas se pronunció por que Estados Unidos de América abra paso a una nueva época de paz.
El cambio en el ejercicio del poder en dicho país del norte, no sólo viene a significar en este caso una sustitución de los hombres del poder, sino que todo parece indicar que Obama inaugura una nueva etapa para el estado americano, no sólo como símbolo formal del sueño de Martin Luther King sino como el artífice de un cambio en el ser de la política y cultura cívica estadounidense.