Al despuntar el año se abrió el debate sobre una cuestión jurídica de inmensa trascendencia y actualidad: el sistema de sustitución del Presidente de la República. Prominentes congresistas y destacados juristas se pronunciaron, pero súbitamente, entrevistas ya realizadas dejaron de publicarse.
A pesar de que los voceros parlamentarios advirtieron que el tema “no lleva dedicatoria” “ni debe ser tabú”, sino que es parte de la pospuesta reforma institucional, la discusión fue silenciada. El epitafio fue la declaración del presidente del Senado en el sentido de que “no es un problema fundamental para el país”.
Como asegura Diego Valadés: “la doctrina mexicana ha tratado este asunto de manera muy superficial” por considerarlo “espinoso” y por las implicaciones palaciegas que tiene. Es consecuencia de la “cultura política del Tlatoani, ya que éstos no sólo son intocables e infalibles, sino imperecederos, cuando menos durante seis años”.
Durante nuestra trayectoria constitucional nos hemos dado las soluciones más diversas y circunstanciales. En 1824 se estableció la vicepresidencia, cuyo titular era quien había ocupado el segundo lugar en la contienda y por tanto fuente natural de conspiraciones. Las constituciones de 1836 y 1843 la suprimieron, dejando al Senado la tarea de nombrar al interino, obviamente del mismo partido.
En 1857, al cancelarse esa Cámara, quedó la suplencia en el presidente de la Suprema Corte -electo por el mismo método que el Ejecutivo-, de donde derivó la legitimidad de Benito Juárez a la renuncia de Comonfort. En reformas sucesivas de 1876, 1882 y 1896, la eventual suplencia fue rotando del presidente del Senado al secretario de Relaciones, al de Gobernación o al que la ley designara, hasta que el Congreso nombrase el definitivo.
La Constitución de 1917 suprimió la suplencia automática y dejó al Poder Legislativo la tarea de elegir, según el caso, al provisional o al interino, según estuviese o no reunido el Congreso. Si la falta ocurriese durante los dos primeros años, se procedería a convocar nuevas elecciones, pero si fuese posterior el suplente fungiría como sustituto y completaría el mandato.
Esa temporalidad no fue modificada a pesar de la ampliación del período presidencial a seis años. Se confirmó más tarde que si la falta ocurriese en los últimos cuatro años, el designado por el Congreso permanecería en el encargo. Grave precedente de un largo ejercicio del Ejecutivo por acuerdo político y al margen de la soberanía popular.
Concluida la hegemonía de un solo partido, el sistema resulta altamente riesgoso. Mientras no se pongan de acuerdo los grupos parlamentarios para alcanzar la mayoría de dos tercios, la Presidencia estaría acéfala. Algunos proponen un método de votaciones decrecientes -muerte súbita- y otros sugieren volver a la suplencia automática.
Recordando su vivencia de mandatario, Miguel de la Madrid propone la restauración de la vicepresidencia. Sostiene que gobernó en “angustia permanente”, pensando que, como el Ejecutivo se deposita en una sola persona, si ésta falta desparece todo un Poder. Carpizo considera “nefasto olvidar y repetir ese error” y sugiere en cambio una suplencia temporal a cargo del presidente del Senado.
Ambas propuestas corresponden a la tradición norteamericana, que reúne los dos cargos en un mismo individuo. Hay otra, adelantada por la CERE en 2000: que la suplencia recaiga nuevamente en el presidente de la Corte, entendido como un “encargado del despacho, cuya función primordial sería organizar las elecciones de modo imparcial y en el plazo más breve”.
Lo esencial es que el único reemplazo democrático es el que decidan los ciudadanos en las urnas. Recordemos que ésta se produce por cualquiera de las causas previstas: renuncia, muerte, incapacidad, pero también desafuero, juicio político y -en su caso- revocación de mandato. Según el actual sistema podría ocurrir que dos partidos decidieran remover al Ejecutivo y sustituirlo por otro. Una suerte de “golpismo constitucional”.
La sola posibilidad de que suceda convierte al Presidente en rehén de sus potenciales verdugos. En ello reside el arma secreta del PRI y la clave de su ansiada jefatura de gabinete. Así lo reconoce Emilio Gamboa, cuando sostiene que apoyaron a Calderón en su toma de protesta “para evitar una crisis constitucional”.
Lo hicieron para cohonestar la violación del sufragio, someter el Ejecutivo a su merced y recuperar en la maniobra el terreno perdido por el rechazo ciudadano. Es pues gracias a la pequeñez de unos y la mala fe de otros que ha naufragado la reforma del Estado y, con ella, la solvencia de las instituciones políticas. n