En días pasados apareció en La Jornada Aguascalientes una entrevista con la presidenta de la Comisión de Cultura en el Ayuntamiento de Aguascalientes y con el director del Instituto Municipal de Cultura, titulada “Un viacrucis, la batalla por recursos para la cultura”. El título iba acompañado con dos ilustrativos sumarios: “Detallan propuesta de duplicar presupuesto cultural” y “La cultura alza la voz y pide un trato justo”. No obstante que por pura intuición ya sabía cuál iba a ser el contenido de la entrevista y podía ahorrarme su lectura, ésta me llamó la atención y me decidí a leerla. ¿Por qué? La respuesta es sencilla, porque el título y los sumarios son ejemplos de memes en el ámbito cultural. Entonces, fue por culpa de la memética que disfruté de su lectura acompañándola de un buen café.
La memética es la neo-ciencia que estudia los memes y sus efectos sociales. Según Richard Dawkins, “un meme es un módulo de información contagioso que infecta y parasita la mente humana, donde se replica y altera su comportamiento, provocando la propagación de su patrón” (El gen egoísta. Las bases biológicas de nuestra conducta). En otras palabras, el meme es una especie de gen de la memoria colectiva de una comunidad, la percepción de sentido común y de dominio público, un lugar común que inhibe y deforma la lectura, el análisis y la reflexión crítica acerca de la realidad que vivimos. La vida cotidiana está llena de ellos. Así pues, apliquemos la memética al tema que nos ocupa.
Viacrucis, imagen cierta y reveladora del status de la cultura en el ámbito de las políticas públicas en nuestro país. Un camino tortuoso hacia la crucifixión. La cultura lastimosamente recorre oficinas burocráticas, visita funcionarios insensibles y soberbios, la humillan, la laceran, la crucifican y finalmente le asestan un lanzazo. Luego todo mundo espera de ella que resucite y haga milagros.
Alza la voz y pide un trato justo, imagen que pone de manifiesto el lugar de abandono que se le otorga a la cultura y las injusticias de que es víctima en el trato y la repartición del jugoso festín presupuestal. No es que su voz sea baja, débil, poco audible, lo que pasa es que no se le escucha por el estruendo de la feroz disputa por los dineros públicos que entablan los distintos próceres del desarrollo social, que a regañadientes y como una graciosa concesión le prodigan sus migajas.
A pesar de la variopinta retórica gubernamental (de tricolores y blanquiazules), como bien lo señalan Lucina Jiménez y Enrique Florescano: “En la cultura se viven tiempos de sequía… El presupuesto del CONACULTA se ha mantenido muy por debajo de uno por ciento del gasto público, y en un alto porcentaje se consume en salarios y gastos fijos” (Cultura mexicana: revisión y prospectiva). Esta es una realidad (meme) que se reproduce de igual manera en los niveles estatales y municipales, y cobra una efímera notoriedad a finales de cada año, y con diferente intensidad y tonalidad cada seis y tres calendarios.
Así como este meme (bajo presupuesto, cuando no ínfimo, pero siempre insuficiente), a la cultura mexicana la cubren una gran variedad de memes; la celebran los políticos y funcionarios con mil y una florituras propias de su incontinencia retórica. En el texto de Jiménez y Florescano se revisan documentos rectores de nuestras políticas culturales y podemos identificar varios de ellos. Por ejemplo, memes como los que se pueden leer en el documento que dio origen al CONACULTA, en el Plan Nacional de Cultura 2001-2006 y en el Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012. Para esta burocracia cultural mexicana, la cultura “integra y da sentido a las tareas de desarrollo que los mexicanos realizamos en lo económico, en lo político y en los diversos ámbitos de la convivencia del país”; para esta Nomenklatura, la cultura es “la suma de lo mejor del pasado y del presente”, es “la voz viva de un pueblo”, es “el colorido de expresiones que distinguen al país en el mundo”, o en otra de sus variantes, el meme de “México es reconocido en el mundo por su cultura y su arte popular”. Y por supuesto, la cultura también es un meme-promesa de buenas intenciones: “que todos los mexicanos tengan acceso a la participación y disfrute de las manifestaciones artísticas y culturales”, o a la manera foxiana de Sari Bermúdez: “formar públicos para todas las disciplinas artísticas” y “ciudadanizar la política cultural” (cualquier disparate que esto último haya significado). Retórica, palabras, memes culturales, a veces fecundos (se contagian de un cerebro a otro, e infecta por igual a funcionarios, promotores y gestores, artistas y creadores, artesanos, etc.), a veces longevos, a veces mutados, pero siempre presentes en nuestra historia cultural.
Pero, ¿por qué sucede que la cultura y las políticas culturales viven atrapadas en esta urdimbre de memes? Son múltiples y variados los problemas que nos aquejan en este ámbito. Entre ellos destacan los cuatro problemas centrales señalados por Jiménez y Florescano en su ensayo: el centralismo de las políticas culturales, la dependencia de la ubre gubernamental y sus vaivenes sexenales, el distanciamiento con la sociedad y la obsolescencia de las leyes en la materia (“las instituciones dedicadas a la cultura en el ámbito federal y local carecen de un marco legal que les fije una orientación y función social específicas”). Habría que agregar a estos problemas, -áreas de oportunidad, diría doña Mercadotecnia- la improvisación, el melatismo (me late que…), el diletantismo, el amiguismo, el influyentismo, el nepotismo, y todos los ismo que podamos imaginarnos.
Pero además, existen otros problemas igualmente graves. No obstante que los mexicanos hemos sido pioneros, solidarios y firmantes de cuanta Declaración Internacional en torno a la cultura se han hecho en los últimos 60 años, y de que cada día la Cultura ocupa más espacios centrales en los debates de la agenda política y económica internacional (ciudadanía o pluralismo cultural, identidad o cosmopolitismo, libre mercado global o excepción cultural, copyright o propiedad intelectual o derechos culturales colectivos, diversidad cultural y mercado global, bienes públicos y patrimonio cultural intangible, redes simbólicas de la migración, etc.), nuestros hombres de gobierno y nuestras políticas culturales no han conseguido vincular Cultura y Desarrollo, propiciando con ello que la cultura viva en escenarios de marginalidad. En los hombres de gobierno incluyo lo mismo presidentes que gobernadores, ediles, legisladores, regidores y funcionarios de cultura.
Como bien lo afirman Jiménez y Florescano en su diagnóstico, los mexicanos “no hemos logrado construir un discurso que evidencie la importancia de la cultura en el desarrollo, ni dejar claro que México está perdiendo al no impulsar los cambios fundamentales que reclama una época donde la cultura es campo de inversión, fuente de empleo, generadora de riqueza y bienestar social, de democracia y de gobernabilidad”. Actualmente, sólo los necios no reconocen que la cultura y los frutos derivados de su creatividad (a través de la inversión, producción, empleo, comercio y distribución), son un motor esencial de crecimiento económico de los países. Por ejemplo, los Estados Unidos y Gran Bretaña fincan el ocho por ciento de su PIB en la cultura, mientras que Brasil y México andan por el siete por ciento (sin tomar en cuenta la piratería). Tan sólo en los Estados Unidos, “las actividades artísticas promovidas por organizaciones no lucrativas y sus públicos (es decir, sin Hollywood ni Broadway), movilizaron 166.2 billones de dólares y crearon 5.7 millones de empleos de tiempo completo”. En Montreal, el Circo del Sol es la industria cultural “que aporta más recursos a la región” y que genera una gran cantidad de empleos en todo el mundo.
Otra realidad adversa que se nos impone para realizar la vinculación entre cultura y desarrollo, es la relativa a la llamada brecha digital, sobre todo en el ámbito de las tecnologías de la información y la comunicación. En computadoras, internet y telefonía móvil, somos auténticos consumidores, no creadores de tecnología. La antropóloga mexicana Lourdes Arizpe nos ofrece datos reveladores al respecto: “en México se pasó de 94,000 usuarios de Internet en 1995 a 21 millones en 2007, los usuarios de telefonía celular aumentaron de 64,000 en 1990 a 63.5 millones en 2007, y en el mismo lapso, las cuentas de correo electrónico pasaron de 0 a 20 millones” (en Cultura mexicana: revisión y prospectiva). Estos datos por sí mismos deberían impactar los diferentes programas de formación de públicos y de fomento al hábito de la lectura que las distintas instancias educativas y culturales tratan de implementar.
Por su parte, Jorge González nos advierte que muchas naciones con desarrollos desiguales y disparejos, “no han definido adecuadamente una política de Estado que defina para quiénes, cómo y hacia dónde reorientar el sentido de las transformaciones de ese vector tecnológico con el fin de empoderar y elevar la calidad de vida de sus ancestralmente explotadas poblaciones y sociedades”. Y agrega que, “mientras las comunidades desplazadas por ese vector tecnológico no hagan suyas las tecnologías de información y comunicación no sólo para acceder, sino para generar su propio conocimiento, incorporándolas a sus propias cosmovisiones dentro de sus propios tejidos sociales y con el que puedan conquistar grados de autodeterminación, la política mundial de reducción de la tal brecha digital probablemente (sólo) será ideal para abrir mercados de consumidores de hardware -computadoras y conexiones- y software -contenidos”. (Cibercultur@ y alteridad. Ideas para una estrategia de comunicación compleja desde la periferia).
Así pues, considero que la asignación de recursos es sólo una de las estaciones del “vía crucis” que vive la cultura mexicana. Para trascender su marginalidad, debemos entender, y lo más pronto posible, que los profundos cambios económicos, sociales, culturales y tecnológicos que trajo consigo la globalización, obligan a que la organización de las instituciones culturales mexicanas y sus políticas culturales, sean evaluadas y repensadas de cara a los retos y desafíos del siglo XXI, sin perder de vista la vinculación integral entre cultura y desarrollo. ■