No robar, No mentir, No ser flojo. Las anteriores fueron las últimas palabras que un joven Aymara me pronunció en su lengua natal antes de que los rayos del Sol se asomaran en tierras bolivianas, después de ellas y ataviado con su vestimenta tradicional llamada unku cargada de esencia y color se marchó tímidamente alejándose del lugar para reunirse con los viejos sabios que encabezarían el ritual venidero.
En estas tierras cada 21 de junio desde hace más de cinco mil quinientos años los pueblos originarios devenidos en Aymara y Quechua celebran un cambio de ciclo, un año nuevo mediante el Willka Kuti –el retorno del Sol- que es recibido en decenas de sitios sagrados como en Tinawaku –la mítica Puerta del Sol-, la pirámide de Akapana y el templo de Kalasasaya. Las comunidades indígenas se reúnen a la media noche en lugares símbolo de su cultura y de sus ancestros, ahí esperan los primeros rayos del Sol ofreciendo a la Pacha Mama –madre Tierra- las bondades con las que fueron bendecidos durante el año que se termina, en los aguayos sobre el suelo se coloca maíz, frutas, verduras, vasijas llenas de granos de quínoa, cañahua y hojas de coca, de alimento como la huatia –plato típico de la gastronomía andina hecha de papa, carne de llama, chuño, queso y cebollas- que se le ofrece a la Tierra como ofrenda para un periodo de armonía y equilibrio para posteriormente compartirlo en comunidad.
Las ofrendas se entregan con la mayor solemnidad pero también con la mayor alegría posible retribuyendo las prosperidades recibidas en el último ciclo de cultivo y la crianza de ganado, al sustento que es el alimento, a la vida misma. La madrugada va avanzando con el frío que se asusta por la gran fogata y las bebidas como la chicha –bebida fermentada de maíz- servida en un recipiente ahuecado de calabaza y tomado colectivamente, la música andina entonada con quenas que silban las notas del folclor de esta tierra con canciones que hablan de astros, de aire, agua, fuego y tierra. La celebración es la esencia del rito del hombre con el universo, con el Sol como principal deidad y fuente de vida milenaria, con los ciclos de tiempo marcados por las estrellas desde cientos de generaciones pasadas que en esta madrugada antes de que aparezca el Sol son recordadas en su camino andado hasta esta comunión. La sabiduría astrológica de los pueblos indígenas se despliega cuando aparece el Inti –Sol- para ser adorado y reverenciado como el creador que todo lo da, del cual la vida depende con su esplendor que en este día marca en el Sur del continente el Solsticio de Invierno que en tierras bajas amazónicas será el Lucero del Alba –Yasitata Guazu– relacionado al planeta Venus, que mientras más brille más próspero será el año.
El joven Aymara me cuenta de una manera sencilla y pausada el motivo de la ceremonia, de convertir el agradecimiento a la Tierra y al Sol en una festividad pero por encima de todo ello en un día de reflexión profunda, un “Día Cero”. La oportunidad de volver a comenzar otro ciclo, de nacer simbólicamente, por ello algunos participantes del rito reciben este día de año nuevo en posición fetal o con las manos en alto para que los rayos del Sol los carguen de energía y paz. Mientras escuchaba al joven atentamente, recordé que un maestro puede provenir de cualquier sitio y con cualquier edad, que siempre somos alumnos pero también maestros, una dualidad que al entenderse se comparte, en ningún momento le interrumpí mientras hablaba de la lucha permanente de sus pueblos y organizaciones, de su lucha de reivindicación cultural e ideológica contra el pensamiento hegemónico impuesto que obtura cualquier otra forma de entender el mundo, de otra manera de estar presente en la historia mediante la comunión con la naturaleza y su bienestar, la defensa de las tradiciones y los recursos en colectividad, lo cual me dijo sólo es posible siguiendo la ley cósmica que les han heredado sus antepasados.
Esta ley cósmica es una trilogía de preceptos morales; No robar, No mentir, No ser flojo.
Estos preceptos heredados por los Incas y utilizado como saludo durante siglos forman parte vital de las comunidades indígenas que los han transferido a la vida pública en sus organizaciones sociales y políticas. En este potente amanecer pienso en el nuevo tiempo que se viene y los preceptos milenarios que habrá que seguir en colectividad si verdaderamente se quiere comenzar una nueva etapa de cambio y regeneración.