No siempre debe haber algo de qué hablar. El silencio es sumamente apreciado entre extraños y las relaciones que tienen décadas de fermentación y de relajo. Podría entregar una columna de silencio y quizás sea suertudo, y uno o dos comprendan la intención de la página en blanco. No todas las hojas en blanco, pues, son aterradoras y algunas son la complicidad, la amistad y el amor; pero algunos escritores se inventaron el blanco horríspido así como inventaron el bloqueo del escritor y el break dance del punto y coma. Por esto último, sugiero que no pregunte a nadie del “gremio de escritores”, no lo atosigue y no insista, hay una clave secreta, pero la mayoría cederá el secreto a cambio de un buen desayuno y después tratarán de enseñarle la coreografía. Si se la aprende, automáticamente usted también se vuelve escritor. Bajo advertencia no hay engaño.
Si algo extrañé esta semana, después de cegarme un poco a los corruptos (tiene razón, señor presidente), los temblores y los anuncios de dulces palomiteros y al binge watching de Netflix, fue prender un cigarrillo y mirar la noche a través de la ventana. Pero ya no fumo, y tengo una tos muy extraña que me recuerda mis alergias de niño (no rompe, pero jode). Lo único que conseguí al desentrañar la lejanía nocturna, fue descubrir que uno de mis vecinos tiene un foco verde en el farolillo afuera de su casa. Verde extraterrestre. El cigarrillo, si hace una cosa, es que abre el camino al ensimismamiento y uno puede ignorar luces verdes así como se ignoran algunos recuerdos y las ruinas cercanas. También provoca cáncer.
Sigo buscando el siguiente juego en mi biblioteca (proyecto de vida, diría Zaid, pero no son letras sino pixeles) y leo despacio las Mil mesetas de Deleuze, pero algunas veces encuentro su broma demasiado obvia, y quizás debería tomarla menos en serio para dejar de poner resistencia al juego y acompañarlo en la jiribilla. Nadie ama a los lectores resistentes, así como los políticos no aman que la gente los cuestione. La seriedad de los libros: usan sombrero de copa y corbata y discuten fondos de inversión y su equipo de fútbol de lectores preferido. Se engalanan el bigote con la crema y dan un girito coqueto mientras se ponen el uniforme. ¡Letras en la cancha! Nueva campaña para los genios que recetan la lectura como la pastillita de los 20 minutos.
Este año, debo confesarme, no he leído más de 20 minutos al día. Algunos días ni leo. Una que otra madrugada, me reprendo a mí mismo y leo una o dos horas. De corridito, sin descansos, la sincera intención de sudar la gota gorda porque no hay mejor manera de demostrar el amor a los libros que leyéndolos bajo la lluvia, contra la nieve e ignorando la alerta de rayos UV a 9. Espero mi tiempo de lectura cubra cierto mínimo de erudición proyectada en las estadísticas de la vida, espero alguien se fije y me regale más libros para ponerle alma a mi casa. No todo es mi culpa. Este año he tenido la suerte de leer malos libros, o libros aburridos, o desconcertantes. El 2017 lo recordaré como el año de los saltos de página: más de una vez me salté capítulos enteros esperando algo de sensatez y sentimientos. ¿Con esto quiero decir que el año está terminando?
Quizás mis noches son más largas porque se ha ido la vecina que adornaba la noche con sus profundos gemidos. Es verdad. Como perrito de Pavlov, ya estaba entrenado a parar las orejas para escuchar los ruidos nocturnos y dos de siete noches, eran iluminadas por el eco; un concierto interesante de naturaleza humana. Lectura de sonidos, la catástrofe del mirón lejano. Quizás esto es una revelación: no hay libro, serie de televisión o videojuego que anule o siquiera sobrepase la naturaleza humana. La educación del ocio o del espíritu no afectan el fuego primigenio. Te sumerges pero siempre habrá un pedazo de ti que anhela a cierto animal primario, instintivo. Miras por la ventana, no hay cigarrillo para hacer figuras con el humo, la inmensidad de la noche no miente.