Antes de volver, no me causó ya ningún impacto ver que todas mis posesiones materiales caben en un par de maletas de mediano tamaño, cada vez más desgastadas y roídas (por el paso de los años y por el paso de las aduanas), en un tiempo atrás me resultó triste y casi desconsolador ver ese par de maletas conteniendo todo lo que materialmente poseo, ahora antes de emprender el regreso veo ese par de maletas y el centro de Santiago como telón de fondo, la bandera chilena, la torre Entel, la bulliciosa calle Prat llena de extranjeros y sus negocios ambulantes de comida (colombiana, peruana, venezolana, haitiana), vuelvo a observar lo que poseo y una extraña sensación de alegría y júbilo me recorre, me siento ligero. Ese par de maletas contienen lo más simple; vestimenta de pronta expiración y uno que otro artilugio tecnológico con obsolescencia programada, lo realmente perdurable con el tiempo y lo realmente valioso no es posible guardarlo ni empaquetarlo y contrario a lo que pensaba uno lo lleva siempre a cuestas, lo carga todo el tiempo, al menos para mí son decenas de maletas etéreas que llevan dentro de sí las fotografías a blanco y negro, las de la lomo instant, ahí están los textos, los apuntes, los dibujos, las nuevas cartas de amor y sus mellizas cartas de desamor llenas de vino tinto y borrones, ahí están cargadas las vivencias, los paisajes de este país, los nuevos amigos, el frío austral, ninguna maleta de ningún tamaño podrá contener nunca lo que llevo conmigo, no como carga ni equipaje, sino como baluartes invisibles que me conectan con aquello que es innombrable. La austeridad es sinónimo de libertad.
Y ahí de golpe salgo del exilio desde el país de los exiliados, recalcitrante humor negro que cada día con sus antiguas heridas y la aparición de sus nuevas viejas historias es cada vez menos humor y más negro, más oscuro. La paradoja es que ahora vuelvo a repatriarme a la patria de la que tantos se exilian, me siento un cómico absurdo y sin sentido, y ahí antes de partir vuelve cíclicamente el día en que uno mientras camina por algún parque lleno de rebeldía o una gran avenida llena de espejos que reflejan el narcisismo de una ciudad que se mira solo a sí misma como es Santiago, en que uno piensa en voz baja ¿qué mierdas estoy haciendo aquí? Después de la caminata por el barrio, después de la caminata por las viejas calles de los incas, después de atravesar Lastarria, Bellas Artes, la Moneda, la Universidad de Chile, después de cruzar los centros culturales y la ciudad la pregunta cambia ¿y qué mierdas voy a hacer allá?, es una retórica perversa ¿la pertenencia está dada por uno mismo o por el lugar en donde uno se encuentre? Finalmente partí a la patria, a repatriarme.
En mi caso, cuando esta es voluntaria está cargada de anhelo, de aventura, de añoranza, de volver a nuevas búsquedas, a reencontrarse, lejos radicalmente de la repatriación amarga, triste y honda del que vuelve obligado sin querer dejar aquella tierra que ahora considera como su patria, aquella tierra que le ofreció oportunidades, sueños y una posibilidad de vida digna pero que ahora debe abandonar forzosamente, generalmente porque en ese lugar hay detectores de sueños y parece que los sueños están prohibidos por alguien o algo que con odio los expulsa, y entonces hay que agarrar las maletas y regresar castigado, en soledad, en silencio, no en la alegría de volver a la patria, sino al vacío de la desgracia que se dejó hace un tiempo atrás.
Es de madrugada, no hay nada más melancólico que partir en la oscuridad de la noche profunda, pareciera que uno abandona el lugar a hurtadillas, con pena, como aquel que abandona mientras los otros duermen, la sala de espera está más tranquila de lo habitual, sin ruido, con la poca gente que aguarda la salida del vuelo tirada en la alfombra, dormida, parecen muertos, así inicio mi regreso. Después de miles de kilómetros, la patria me recibe imponente, gloriosa, las luces son interminables durante minutos, la antigua Tenochtitlan se extiende caótica y hermosa en el valle, el avión se aproxima a muy poca altura de las miles de casas de interés social y avenidas atestadas de automóviles.
El entusiasmo del regreso, de los reencuentros, de las añoranzas, de los nuevos caminos y la invención de posibilidades en el lugar donde uno ha nacido adereza mi repatriación, mi regreso, creo que esto está relacionado directamente con la libertad aunque sepa claramente que el concepto es ilusorio, pienso un largo tiempo en los repatriados de ayer y hoy, pienso en su búsqueda de libertad -aunque también sea ilusoria-, pero ¿el repatriarse no será la búsqueda de la ilusión de la libertad o será el término de ella? Repatriarse es caminar, regresar, volver, huir, correr, parar, volver a caminar, la mayoría de las veces caminarse a uno mismo, volver decidido a sentir los reencuentros y las añoranzas más simples y más complejas, pero ahí están los que en la patria se sienten exiliados y los exiliados que no tienen patria, creo creer que ahí estamos todos en la confusión de saber a dónde pertenecemos en realidad, si es que algo nos puede pertenecer en la individualidad ¿acaso es lo colectivo donde me creo y donde me recreo como individuo, acaso el integrarme al otro y el compartir con el otro es lo que hace una patria?, ¿la patria es el otro? La patria es el otro.
Después del hermoso caos del regreso, me tomo un respiro, salgo a caminar y así me ahorro el terapeuta, salgo a recorrer las calles de Aguascalientes, este ejercicio a ratos me hace bien, a ratos me fatiga -mentalmente-, camino y busco como un fanático explorador los pequeños cambios que experimenta la ciudad y los grandes cambios del país, me golpean la cara los diarios y sus titulares, me vuelven rápido a la realidad, regreso en uno de los meses más violentos de los últimos años, regreso con el caos de la economía, la política y los estallidos sociales, ahí voy, un repatriado vagabundo burgués, ahí vuelvo a caminar en una ciudad que trata de mantenerse ajena al caos del país, ahí voy caminando entre nuevos intentos de arte y de cultura, ahí voy observando una sociedad cómoda y aséptica (con muy pocos inconformes, los más valiosos) me recuerda en eso a Santiago, y ahí regreso a pensar en que tal vez repatriarse sea volver a la lucha interminable por la libertad, sea colectiva o individual, pero que la lucha sea.
A cada paso creo saber exactamente en qué parte de la ciudad me encuentro, camino tranquilo, camino en casa, voy al barrio de El Encino (uno de mis lugares favoritos en el mundo por todo lo que guarda para mí) al centro de la ciudad, a su catedral, su Teatro Morelos y los bellísimos bronces de Jesús Fructuoso Contreras (la revolución nunca le hizo justicia), veo a los compatriotas, a los que verdaderamente trabajan día con día para sacar adelante a este país -o al menos no dejarlo caer en el abismo de la corrupción y la ambición desmedida en la que algunos persisten sistemáticamente casi como un oficio-, veo a los más humildes resistiendo las embestidas de un gobierno que los margina, que los excluye, que los agobia, pero también veo que es posible que otro país es posible, pero son espejismos de poca duración que se difuminan con la realidad maloliente y putrefacta. Sigo caminando por los incipientes parques de la ciudad y sus calles llenas de polvo y baches, también llenas de las maravillas únicas de esta tierra, llenas de color, aromas y sabores, de picardía y alegría, sigo caminando me coloco los audífonos escucho una estrofa y sonrió; “Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón”.
¿La repatriación es la reafirmación de la identidad o la quimera de ella? Y aquí me encuentro en el centro del país, en el epicentro del caos y la barbarie, pero también de las maravillas naturales y la cultura, me encuentro en un país hermoso y único, que los de siempre vestidos de traje y corbata que cacarean en los palacios de memoria ensangrentada tratan de destruir con su estupidez y su ineficiencia, pero están ahí los millones de mexicanos que resisten, que luchan y que todos los días salen de su propio exilio para volver a la patria -aun sin salir de ella- reconstruirla, regenerarla, en la añoranza de un país justo y digno, un país de verdad.
Regreso a mi pequeño departamento de la calle Madero, corro la persiana del segundo piso donde asoma un árbol de huizache, mientras que el tren hace sonar su potente silbato en las Tres Centurias y ahí la ciudad escucha ese sonido, ahí estará cada uno con sus pensamientos, cada uno con su identidad o la falta de ella, cada uno con su deseo o su abstinencia de construcción de patria, cada uno con sus añoranzas, sus encuentros, sus desapariciones, ahí suena el silbato con toda su potencia que nos recuerda el paso del tiempo y lo que alguna vez fue y ya no es posible -al menos no como lo fue- ahí estamos escuchando con alegrías y tristezas, acompañados, solos, con amores, con olvidos, estamos aquí separados por paredes de adobe y de cemento, por ideas, por partidos políticos, por clases, compartimos en común semejanzas culturales y la idea de una casa llamada México en un territorio denominado Latinoamérica, compartimos los atardeceres de Aguascalientes de fuegos encendidos que somos nosotros mismos, como escribiera Eduardo Galeano: “Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende”, es por ello que vale la pena estar aquí compartiendo el fuego hasta la próxima fuga. Hasta la próxima esencia viajera.