Antes de partir fue un impacto ver que todas mis posesiones entraban en un par de maletas desgastadas y roídas de mediano tamaño, al principio me resultó triste y casi desconsolador ver la habitación vacía y el par de maletas conteniendo todo lo que materialmente poseo, sobre todo, aquello más mundano como la vestimenta y alguno que otro artículo de manufactura tecnológica. Lo realmente valioso e imprescindible está bien resguardado, las otras posesiones no hay necesidad de andar cargando con ellas, aunque lo deseara no me sería posible, quedaron las fotografías, los textos, los apuntes, los dibujos, las cartas de amor y los borrones de tinta del desamor, ahí quedaron en resguardo los libros, la incipiente acumulación de un lector con pretensiones, estos objetos los verdaderamente valiosos es posible que también pudieran entrar en un par de maletas más de mediano tamaño, a resumidas cuentas mis posesiones materiales podrían alistarse en cuatro maletas ¿la austeridad será sinónimo de libertad?
Y ahí de golpe partí al exilio al país de los exiliados, una paradoja de recalcitrante humor negro. Llega un día en que uno mientras camina por alguna calle o está sentado en una banca de algún lugar una tarde cualquiera piensa en voz baja ¿qué mierdas estoy haciendo aquí?, se vuelve a andar y las preguntas se agolpan tratando de calmar la ferocidad del tormento de la búsqueda y la aventura. Después de la caminata en turno la pregunta será ¿y qué mierdas voy a hacer allá? es una retórica infantilmente perversa que en su sencillez encuentra la complejidad ¿la pertenencia está dada por uno mismo o por el lugar en donde uno se encuentre? Finalmente partí al exilio, al autoexilio.
En mi caso cuando este es voluntario está cargado de aventura, de búsqueda, de nuevas experiencias, siempre a contracorriente, no mirando al norte, sino caminando al sur, lejos radicalmente del exilio amargo, triste y hondo del que parte obligado sin querer dejar su tierra volteando atrás y añorando lo que se le ha negado, aquella tierra en donde ya no es posible soñar, generalmente porque en ese lugar los sueños ya no crecen o cuando crecen alguien o algo los cercenan y entonces hay que agarrar las maletas y partir castigado, en soledad, en silencio, no en la excitación de la aventura sino al vacío de la desgracia.
Sello, tras sello, tras sello, se cruzan las fronteras, los cercos existen y no pueden ser atravesados sin las escrupulosidades burocráticas, cada frontera coloca sus propias reglas y me siento como una oveja pasando de un corral a otro. Migración e inmigración suponen en un aeropuerto áreas de nacionales y extranjeros, me dirijo dependiendo del territorio, no puedo dejar de preguntarme por los exiliados del mundo, ¿a dónde van? ¿quién lo recibe? ¿quién lo expulsa?¿también se sentirán como ovejas? La bulliciosa sala de espera anuncia el vuelo, el paso iniciático de la experiencia, despejar, subir, alejarse a una velocidad supersónica, estar por encima de las nubes y ver caer el sol cruzando la cordillera de Los Andes, después bajar, descender, tocar el suelo, sentir el autoexilio. Me encuentro esperando en una banda mecánica que gira y vuelve a girar con un movimiento hipnótico que aparezcan un par de maletas de mediano tamaño. La banda serpentea entre los viajeros y cada uno a su manera extrae su maleta, cada uno sabe lo que lleva dentro. Mis maletas salen al final, todos ya se han retirado del lugar, peregrinamente, una pequeña maleta maltrecha y polvosa queda girando en la banda a la espera de que alguien la tome de la asidera y la lleve consigo, me alejo del lugar y percibo que la maleta ha quedado girando sola mientras se apagan las luces, nadie reclamó por ella.
El entusiasmo de la aventura, el descubrimiento, el conocimiento es lo que adereza mi autoexilio, y creo que esa posibilidad está relacionada directamente con la libertad, aunque sepa claramente que el concepto es ilusorio y se me es permitida mientras tenga cada uno de los sellos en cada uno de los papeles de cada uno de los cercos de cada una de las fronteras. Vuelvo a pensar en los exiliados de ayer y de hoy, en su búsqueda de libertad, aun también ilusoria, ¿pero el exiliarse no será eso, la búsqueda de la ilusión de la libertad? Exiliarse es caminar, ir, huir, correr, pararse, volver a caminar, la mayoría de las veces caminando dentro de uno mismo, hay gente que no necesita ni siquiera pararse de su solemne cama para exiliarse, ahí está en el sofá, en el sillón, la oficina, el club, en la iglesia, el cubículo, la habitación, en el wc, el comedor, en la cama desnudo frente al otro, caminando, huyendo, corriendo, caminándose dentro sí mismo, buscándose o perdiéndose en sus propios calles polvosas, empedradas, lisas, llenas de escombro o de tierra húmeda después de ser rejada. El espacio solo enmarca el exilio, le agrega un condimento pero no un requisito.
Después del cansancio de caminarme por horas en mi pequeño departamento salgo a las calles de Santiago a transitar, este ejercicio me quita la fatiga, me integro a la masa que no conozco, y a nadie le intereso, paso desapercibido en la urbe, característica de toda gran ciudad, alienarse para desaparecer en la masa en donde a su vez uno es la masa, me vuelvo entonces un caminante urbano sin rumbo fijo, no por falta de brújula sino porque perderse también es elegir una dirección, ahí voy entre las calles con el pavimento quebrado por el sol donde brota la tierra fiel, ahí voy, un autoexiliado vagabundo burgués, algunos me llamarían peatón, y ahí voy pisando orinas, baldosas flojas, papelitos de envolturas, las primeras hojas muertas que caen del otoño entre parques y avenidas con nombres de libertadores y héroes que no reconozco, paso caminando entre las estatuas de bronce que rememoran el principio de mis cavilaciones, la lucha interminable por la libertad sea colectiva o individual. Ahí están las estatuas entre excrementos de paloma estoicas recordándole a un pueblo la gesta heroica. Y ahí están también las baldosas negras y los otros, los que murieron por no exiliarse.
No sé en qué lugar de la ciudad me encuentro, el tumulto de gente es inagotable, caminan coordinadamente al ritmo que imponen las luces de los semáforos los pitazos de los autos el trajín de las bicicletas, los patines, las patinetas, todo circula, todos van algún sitio, al menos parece que saben a dónde se dirigen, me siento confundido entre ellos, no sé dónde estoy en un lugar donde parece que todos saben a dónde ir. La ciudad me ofrece abiertamente sus maravillas y sus contrastes, se muestra rápida, me coquetea descaradamente no sé si queriendo enamorarme o despreciarme, filtrarse, y multiplica su seducción lo mismo con un cuadro del Renacimiento, una exposición de arte contemporáneo, una marcha a favor del aborto, una marcha en contra del aborto, un violento clásico de futbol, un paro de transportistas, un grafiti en una calle, una muestra exquisita de fotografía, una galería de diseño posmoderno, un paseo interminable de libros, un concierto de rock urbano o una película a cielo abierto en un barrio bohemio al lado de una estación de metro frente a un centro cultural.
Aturdido y para encontrar algo de rumbo bajo a la profundidad inmediata de la tierra, ahí gusanos metálicos, mecánicos, llevan gente en las entrañas, las expulsan cada tramo de distancia abriendo compuertas anunciadas previamente por un sonido repetitivo, ahí todos se movilizan intentando escapar, otros intentando ser capturados, la pugna nadie la gana, siempre que alguien sale, alguien entra, y ahí están los gusanos debajo de la tierra excretando gente en los vertederos de la superficie, ahí voy también saliendo del agujero y ahora ya no sé si soy una hormiga, una oveja que ha cambiado de cerco, una parte del gusano, un desprendimiento de la masa, un exiliado, un caminante, un vagabundo ¿el exilio será descubrir quién es uno, o será preguntarse quién se piensa que uno es?
¿El exilio es la reafirmación de la identidad o la pérdida de ella? Y aquí me encuentro entre la línea de la cordillera de Los Andes y la línea del mar bravío del océano Pacífico, estoy entre dos líneas paralelas que en sus extremos asoman en el sur las aguas y hielos australes y en el norte las estrellas nítidas y brillantes sobre el desierto de Atacama. Descubriendo un país entre paisajes.
Regreso a mi pequeño departamento de la calle Prat, corro las persianas desde el piso quince y la noche está llena de luces artificiales de los edificios contiguos, ahí están prendidas las luces de los miles de departamentos de esta ciudad, ahí estará cada uno con sus pensamientos, cada uno con su identidad o la falta de ella, cada uno con sus búsquedas, sus encuentros, sus desapariciones, sus secretos, ahí están con sus alegrías y sus tristezas, acompañados, solos, con amores, con olvidos, estamos aquí separados por paredes de hormigón, por estructuras de acero, por ventanas y por ascensores, por ideas, por clases, por actividades, compartimos en común semejanzas culturales y la idea de un territorio llamado Latinoamérica, compartimos el cielo de Santiago y sus estrellas artificiales que somos nosotros mismos, esas pequeñas luces encendidas a mitad de la noche, hasta que de a poco cada una se va apagando, dejando de destellar, pero hay una luz ahí, siempre, en la oscuridad que queda prendida hasta el amanecer de otro día.
La mejor de las experiencias vagabundo burgués, y que te encuentres por allá. Y