Casi puedo jurarles que la semana pasada, un viernes en la tarde, cuando ya había terminado con todos mis deberes laborales y conyugales (digresión: siempre me ha dado gracia, como a un niño de once años, cómo los abogados le dieron el nombre jurídico de «el débito carnal» al jubiloso acto de refocilar con su pareja), entré a mi oficina y escribí durante una hora, más o menos, la columna de la semana pasada. Eso puedo verlo con claridad: un tipo parecido a mí (palabra chipocluda: mi sosias), en un afán vanidoso, escribe cuánto odia los libros de colorear para adultos. Se ríe, se limpia un moco, le da un trago a su whisky, escucha a los perros del vecino ladrar y, más tarde, en sonidos animales pero no de amenaza, su vecina también se une al concierto de la noche.
Aquel tipejo encendería un cigarrillo pero muchas de sus primeras columnas, en este medio amable y en el blog y quizás en un par de revistas y también, no le digan a nadie, pero escribió una novela de ello… trataron del horrible hábito de abandonar un vicio y se supone que ya lo dejó. Mentira. Agarró la dulce costumbre de chupar rabiosamente el primer cigarrito cuando ha tomado más de tres whiskys; entonces fuma como chacuaco alegre y por eso, desde la primera confianza de controlar un vicio a través de otro, procura una o dos veces al mes salir a beber y en contra de su naturaleza (al menos lo que cree que es), se convierte en un animal social, lo que nunca, nomás para tener el placer de echarse unos cuatro o cinco cigarrillos en una noche.
Sin embargo, el autor (creo que yo) ya no puede recordar si aquel tipejo arrastró el documento, con el puntero del mouse (Martita), hacia la ventana del correo electrónico donde se supone manda estas cartas binarias (las que yo escribo, las que él escribe, las que escribimos todos). Tampoco recuerda qué escribió en el título del documento ni si dejó alguna indicación en el cuerpo del correo. Entonces se vuelve un personaje incompleto, roto; la memoria de un desmemoriado; el testigo de buenas intenciones, con la justicia en las manos, que al final acaba siendo demolido por un abogado cruel y malsano.
He querido redimirlo pero desde mi lado del espejo hice las búsquedas correspondientes que nos salvarían de quedar como unos desobligados. Fracasé.
Para no hacer trampa y guardarme el tema bajo la manga (quizás el día de hoy he bebido demasiado, pues he iniciado este párrafo con súbita honestidad), quiero sintetizar aquella columna desaparecida: El tipejo aquel, y yo, declaramos nuestro odio insensato pero cumplidor en contra de los libros de colorear para adultos. ¿No los han visto? Son unos libros gordos, caros, de líneas gruesas y de patrones varios, que son vendidos como un método de relajación para el adulto contemporáneo, constantemente estresado, quien necesita una rápida regresión a la infancia así como los tipos parecidos a mí necesitan salir a beberse dos o tres whiskys para fumarse dieciséis cigarrillos. Estos libros, sin embargo, en vez de darle color a la señorita Cometa, a Memín Pingüín o a Tom y Jerry; presentan patrones hindús, alucinaciones psicodélicas, tatuajes de fantasía y altares del día de muertos.
Mi esposa es fanática de ellos y en un delicioso afán por defenderlos empezó a investigar la historia de esos libros y me enseñó que no es nada nuevo. Peligro Will Robinson, no se trata de una moda. El primer libro de colorear para adultos salió en los sesenta y tenía un humor peculiar: en una de las láminas había un tipo que sostenía un traje con las manos y el pie de página decía lo siguiente: «Favor de colorear mi traje de gris o me van a despedir en el trabajo». Este último párrafo quizás es una mentira porque, así como la honestidad es súbita, también la demasiada sinceridad da vergüenza. O no. La memoria, igual que cualquier libro, la raya uno del color que mejor le plazca en el momento.