“[…] Valdez, su nombre no lo recuerdo, es otro de los poetas
jóvenes del grupo. Sólo leí una de sus composiciones hechas en verso libre y con marcado contenido de lucha social. Es un muchacho de 18 años, con carácter pícaro de mocoso que se reconoce dentro de la edad, a pesar de ciertos brotes de seriedad. Es un carácter recto y franco, sin mayores pretensiones políticas pero capaz de llegar a tenerlas con el tiempo.”
Ernesto Che Guevara en 1954
Otra vez. Diario del segundo viaje por Latinoamérica
Hay cosas, situaciones, hechos, que a uno lo marcan, que lo alteran, que lo cambian, que modifican sustancialmente lo que se era hasta antes de ese instante y que después uno es ese y cientos de instantes más. Sentado en una aula no me olvidaría la definición tan técnica y depurada de lo que es proyectar: “El Diseño, como cualquier actividad relacionada con las industrias culturales hunde sus raíces en un complejo entramado de estructuras económicas, políticas y sociales -resultado de procesos históricos- que condicionan el ejercicio de la disciplina y su enseñanza.”
La definición me la daría uno de mis grandes maestros, Gustavo Valdez de León, presuntamente uno de los diseñadores que más años de enseñanza llevaba en Argentina, lo conocí una tarde cualquiera cuando entre al aula y no sabía en realidad qué esperar, llegó ahí un personaje salido de una película de Clint Eastwood, un viejo sabio, portaba -seguramente- unos jeans viejos, unos zapatos desvencijados, una playera con algún agüero y con un estampado generalmente subversivo -fuera este en imagen o texto- como el día que se presentó con las siglas ELP referentes al Ejército por la Liberación de Palestina en letras blancas sobre fondo negro en pleno barrio judío de Buenos Aires. Ese era Gustavo Valdez.
Ese primer día llegó al salón de la calle Mario Bravo 1050, del barrio de Almagro, arrastró la silla al centro y se sentó, no paró de hablar durante un par de horas, habló de la actualidad del diseño, del consumo superficial del mismo, del capital como factor clave para entender tanto el desarrollo como la marginalidad en las sociedades actuales, del diseño como factor fundamental para el bienestar social y el desarrollo productivo, el diseño como vehículo de la comunicación, de la frivolidad de los objetos y los gráficos contemporáneos, del compromiso político, y del compromiso político de los diseñadores, y cada tema estaba referenciado por el pensamiento crítico de varios autores, de bibliografía especializada, de citas casi textuales y de contra opiniones del mismo tema. Nadie hablaba, interrumpirlo en su soliloquio suponía dos cosas, decir una estupidez y la otra todavía no lo sé. Gustavo era implacable, el aula era su espacio de militancia y de resistencia, enseñar diseño era su único fin y motor.
Cada clase, en realidad cada cátedra de diseño, era una conexión de ideas, hechos históricos y culturales, reparar como las diversas disciplinas proyectuales se entrelazan y se conjugan para desarrollar productos, servicios, innovación y cambios sociales, el diseño como eje en la producción del hombre, la materialidad de las cosas y a su vez la intangibilidad de las mismas. Gustavo seguía y seguía, la cabeza debía estar muy atenta para no perderlo, era como perseguir un Cadillac con una bicicleta.
A media clase paraba, siempre a la misma hora y al minuto exacto, las 8:25 pm “hora en que Eva Perón pasó a la inmortalidad”, decía, acto seguido mencionaba, jóvenes, es la hora de la leche, descansen un poco. Yo salía literalmente descompuesto, de dónde había salido este tipo, que al llegar tarde al salón por algún contratiempo mencionaba; -Disculpen la tardanza, me entretuvieron en el prostíbulo-. Un humor ácido y negro, de cualquier situación sacaba de la chistera del ingenio el comentario más sagaz y reflexivo, creo que medía el grado de inteligencia de sus alumnos en el sentido proporcional a las risas generadas, las cuales cabe aclarar siempre eran escasas.
Gustavo jamás escribió nada en la pizarra, nunca yo al menos lo vi agarrar una tiza, decía que los profesores que se apoyaban en la parafernalia visual actual era porque no podían explicar oralmente sus ideas, que el diseño es ante todo lenguaje y palabra, síntesis oral, que toda actividad proyectual surge de una actividad lingüística. Nunca pasó lista, nunca nos hizo un examen, era peor, después de generar una teoría y darnos su punto de vista con conexiones históricas, técnicas y referenciales, te veía fijamente con sus ojos claros y te decía, usted, qué opina, está en acuerdo o desacuerdo. Vi a más de uno temblar -literalmente- tartamudear la respuesta, no porque impusiera temor o fuera a burlarse del comentario, creo simplemente porque con Valdez las respuestas nunca estaban concluidas, uno tenía que argumentar una serie de respuestas, justificarlas, analizarlas y convertirlas en interrogantes.
Mi maestro era un enigma, no mantenía un acento determinado en su forma de hablar, no sabíamos si era porteño, del interior o de qué país, su humildad lo hacía hermético, después de a poco, fuimos sabiendo casi por investigación; exiliado Guatemalteco en los cincuenta, que había sido un duro militante social, ganador del Premio Centroamericano de Poesía, cofundador de la Asociación de Diseñadores gráficos de Buenos Aires, pionero de la enseñanza del diseño en la UBA (Universidad de Buenos Aires), a la que siempre llamó la UNBA, la N decía porque debía ser Nacional. Fuimos conociendo la inmensa obra académica de Valdez, sus decenas de artículos sobre diseño, comunicación, sociedad, cultura y educación, sus publicaciones y conferencias. Gustavo era un apasionado de las letras, de escribir sobre diseño, uno de los teóricos más valiosos de Latinoamérica -sin exageraciones-, aunque también era un apasionado de la música clásica y un experto como pocos en la materia, abonado del Teatro Colón que sabía tal vez de la misma forma de diseño que de Verdi, Bach o Beethoven. Vehemente de la política y la militancia de izquierda, rebelde, inconforme, un loco sensacional.
Al finalizar nuestro curso decidió no hacer examen, nos dejaba, eso sí, decenas de lecturas, análisis críticos, estudio de teorías y puntos referenciales de la actividad de diseñar, nos enseñó a pensar diseño, a que otro diseño es posible. Yo en lo particular si bien había escrito trabajos académicos y alguno que otro de forma profesional, nunca había escrito de diseño con el nivel de exigencia intelectual, compromiso referencial y sustancial que exigía Valdez. Una noche antes de la entrega no dormí, pase toda la noche escribiendo mi primer ensayo en forma; “Diseño, dengue y la hora de la leche”, lo imprimí y se lo entregue en la manos a Gustavo, toda esa semana estuve inquieto, pensaba qué opinaría él del tema, cuáles serían sus críticas, que me destrozaría por mis suposiciones, si había citado correctamente, si el análisis realmente seguía una línea crítica, si presentaba diversas posturas y una posición respecto al diseño, desde esa vez, confieso, que cada que escribo algo de diseño pienso qué opinaría Gustavo Valdez del tema, si cumpliría con sus estándares y cuál sería su valiosa opinión al respecto. Gustavo ha sido mi medida de calidad para escribir diseño. Al final siento que siempre le fallo.
Tiempo después de que entregué mi ensayo y ya para egresar de la maestría me invitó como profesor adjunto a uno de sus seminarios, tal vez una de las cosas de las que estoy más orgulloso. El fue mi asesor de tesis, y más allá de eso mi gran catalizador para escribir, mi referente. Hace algunos meses Gustavo se fue al barrio que hay detrás de las estrellas. Hoy aquí, esta columna de H+D en su publicación número cien va para él. Para Gustavo Valdez de León, por su poderosa influencia.