Hermana duda, pasarán los años,
cambiarán las modas, vendrán otras guerras,
perderán los mismos, y ojalá que tú
sigas teniéndome a tiro.
Pero esta noche, hermana duda,
sólo esta noche, dame un respiro.
Jorge Drexler
Escribo esto después de algunos cafés cargados a altas horas de la noche, esas altas horas en donde la calle también se va a dormir y su silencio ensordece, en donde no irrumpe nada, los perros están cobijados de la lluvia y del frío y no hay vendedores que toquen a la puerta, ni el bullicio de los niños del barrio jugando a ser Messi entre el poste y la banqueta, no hay estruendosas motos repartiendo pizzas, tortillas o medicinas, el silencio deja fluir un poco más el pensamiento -después explicaré por qué escribir de noche creo que es una experiencia agradable, creo o supongo que el silencio nocturno da paso al ruido interno-.
Y me preguntaba ¿se escribe mejor de noche o de día?¿con café o con vino tinto?¿con porro o sin porro? Y ahí caí en cuentas que la pregunta constante es una especie de malaria, de maldición, de hechizo, preguntándome si era una maldición personal. Caí en cuentas de que tal vez la pregunta constante se máxima en el acto de diseñar, es exponencial en los diseñadores, diseñar es un acto consciente de creación, y para crear hay que preguntarse y para preguntarse hay que dudar.
El preguntarse siempre por qué, para qué, cómo, dónde, cuándo, es en diseño una acto de cotidianidad indispensable, es el inicio de casi cualquier metodología creativa como base ontológica, es el primer paso para diseñar cualquier cosa. Esto al principio puede parecer simple y hasta bobo, en cualquier profesión o actividad de la vida uno razona y se pregunta -mínimamente- por qué se hace tal o cual cosa -en el mejor de los casos- y se ejerce un cuestionamiento hacia aquello, sin embargo en la actividad de diseñar si ésta se vive con pasión se desarrolla realmente de manera comprometida y lúcida, el acto de preguntarse y de cuestionarse deriva no en virtud sino en maldición.
La maldición de preguntarse siempre ¿por qué?, es decir, ver el mundo desde la duda, el escepticismo o la incredulidad constante, aunque también el asombro, la admiración y la curiosidad pueden nuclearse para este bienaventurado mal. El cuestionamiento se vuelve una forma de encarar la realidad para tratar de mejorarla -si el diseño tiene principios-, es decir; ¿se puede mejorar esa silla para una mayor comodidad? ¿es posible comunicar gráficamente mejor el mensaje de la marca? ¿se puede ayudar al medio ambiente mediante otro tipo de fibra textil? ¿se podrá optimizar el sistema de transporte? ¿cómo afectará la conducta del usuario el cambio de color en este artefacto? ¿será entendible la interfaz para este teléfono? ¿cómo reaccionarán los materiales? ¿será posible producirlo? ¿cómo se insertará al mercado? ¿mejora la calidad de vida del usuario? ¿en realidad es útil lo que diseño? ¿para quién y por qué diseño?. ¡Lo sé, qué agobio!
La maldición del diseñador -como de cualquier hombre- es preguntarse cíclicamente acerca de lo que idea y lo que proyecta, sumándole todos los cuestionamientos acerca de la sociedad en la cual diseña, los contextos, la cultura, así como los parámetros económicos que limitan o amplían las posibilidades. Hay veces que mientras camino por la calle o el centro comercial me siento un esquizofrénico, como si hubiera un tipo en mi cabeza que no sé quién es y me habla constantemente, me hace que observe la banca del parque y vea sus cualidades formales, sus defectos constructivos, su modo de producción, o que me fije en la tienda departamental y vea el acomodo de sus productos en góndolas, los colores para sus diferentes secciones, el carrito y su movilidad, el uniforme de las cajeras y hasta el tipo de servicio que ejercen. Esta maldición llega a un punto álgido cuando voy de compras y miro el objeto en turno con detenimiento y lo analizo, me pregunto sus características funcionales, formales y simbólicas, para qué lo quiero, si por deseo o por necesidad, por moda o por gusto, por carisma personal o por presión social, esto trátese de un cepillo de dientes o un par de tenis, claro que dependiendo del objeto y su costo el vendaval de cuestionamientos varía, no siempre a mayor precio mayor cuestionamiento.
Y si esta maldición es agobiante cuando se adquiere algo ya diseñado, cuando se trata de diseñar se vuelve feroz, la duda generalmente toma las riendas de cualquier proyecto. Si bien el cliente pone parámetros, requisitos y requerimientos, o existe un línea temática de información para diseñar tal o cual cosa, y una investigación que respalde lo que se diseñará, siempre la duda acompaña, la pregunta hace caminar el proceso proyectual, se le pone, se le quita, se le cambia de color, se experimenta con una u otra tipografía, más grande, más chica, cómo se vería sin fondo, con fondo, y qué tal un brillo, etc. Ni hablar de la elección de materiales, acabado u opciones estéticas, la maldición es como un virus que una vez que incuba no da tregua y no hay más remedio que curarse sacando la mayor cantidad de respuestas para una duda, las respuestas como antivirus.
La maldición de la duda forma parte natural del oficio de diseñar, con los años si bien no he llegado a dominar el mal, sí he aprendido a convivir con él, porque es un mal benigno -aunque sea contradictorio- es vivir atormentado del sentido para buscar la mejor respuesta posible a sabiendas de que lo que se diseñe en algún punto será cuestionado, puesto en duda e irremediablemente, y qué bien que así sea, superado. Sin duda, no hay diseño.