Ndi’i kui nu chikaun, ndi’i kuii nu chañugun
ka’an yo’o sa’an ñuugun.
(Donde transites, donde camines, siempre habla tu lengua)
Frase en Mixteco
Las mayores lecciones de diseño las aprendí en Oaxaca. Después de una larga estadía en la tierra que viera nacer y crecer a Juárez, muchas de mis perspectivas se derrumbaron como naipes, otras se legitimaron. Oaxaca es un referente cultural invaluable para nuestro país y para el mundo -lo escribo sin sobredimensionarlo-, creo que cualquiera que disfrute el arte, la literatura, la gastronomía, la historia, la música, el campo, las tradiciones, la arquitectura, la artesanía, el diseño, encuentra en estas tierras -si es que se deja llevar por el mezcal y la sandunga- una tierra prometida, una tierra viva, indomable, en donde Dios nunca muere.
Si el diseño se expresa de manera general como todo lo que el hombre proyecta, produce y utiliza en determinados contextos socio-culturales y con determinados procesos productivos así como de técnicas y materiales, lo que se produce en Oaxaca es un diseño que hermana autenticidad, raíz, tierra y tradición. No me explayaré en este espacio en el debate -absurdo- entre diseño y artesanía, es algo que ya he superado, lo superé en Oaxaca, en donde la artesanía y el diseño se conjuntan sin clasismos o principios entre sí y generan un objeto, un gráfico o una prenda única por su concepción y su origen, sea esta una sola pieza o una producción en serie. Ahí aprendí que el artesano, el artista y el diseñador confluyen entre barro negro, cerámica, magueyes, textiles y tintas, en la expresión de un diseño mexicano legítimo entre mercados y puestos a pie de calle afuera de las iglesias, los conventos o las cantinas. La fuerza de las tradiciones se ha incorporado al diseño y estando en Mitla o Monte Albán aún se respira aquello intangible que es legado estético y cultural de un pueblo.
Para un diseñador el contexto, el material y su proceso de transformación son la base para toda creación e innovación, trátese de un objeto, un cartel, una prenda, etc. y en cada uno de los pueblos de Oaxaca esto se encuentra a flor de tierra, ya sea con el barro negro de San Bartolo Coyotepec, la madera de copal para los alebrijes en San Martín Tilcajete y San Antonio Arrazola, las tintas naturales para los jorongos, los tapetes y las cobijas que se ofertan en el mercado de Zaachila, provenientes de Teotitlán del Valle y Tlacolula, los huipiles del Istmo de Tehuantepec y así podríamos seguir. Oaxaca es una lección viva y vibrante para cualquier diseñador que quiera asumirse como mexicano, más allá del turismo snob y recreativo, si de verdad existe una intención por la raíces de este país, el colorido, los sabores, el imaginario popular y la belleza de México, Oaxaca es una bocanada siempre de aire fresco.
Oaxaca encuentra una de sus máximas expresiones en el mes de julio en la Guelaguetza, importante celebración de tiempos ancestrales en las que se veneraba a la trinidad zapoteca; Coqui Xee -deidad que concentraba las virtudes-, Xiloman -diosa de la fertilidad de la tierra y del maíz- y Pitao Cocijo -dios de la lluvia-. Esta celebración la integraban diversos grupos que conformaban el reino, así por un lapso de ocho días, la música y la danza, con todos sus objetos, con todo su diseño, ocupaban el lugar principal en el escenario de la fiesta ofrecida por el rey y los señores. El lugar estaba enmarcado por las cosechas; flores, frutos, animales silvestres, aves. Una doncella era elegida para presentar las primeras ofrendas. Después de la conquista para aprovechar la tradición, los evangelizadores destinaron el lunes más cercano a la fiesta de la Virgen del Carmen y el siguiente lunes a Santiago Apóstol, conocidos como los lunes de cerro.
Hoy en día la tradición sigue viva y latiendo, entran a la festividad las mujeres con sus blusas finamente bordadas y rebozos de seda en la cabeza, entre los ritmos del son y el jarabe asoman los yalaltecos y sus mujeres con huipil blanco embellecido con hilos de colores, tocado de lanas y collar de plata maciza, las mujeres de Betaza revolotean su falda atada al ceñidor rojo de la cintura y aparecen las Mixtecas entre trenzas, listones de colores y flores, los varones con su sarape terciado y traje de manta, entre frutos y dulces típicos, el colorido se potencializa, la música y el baile acompañan la fiesta que ve llegar de todos los rincones de Oaxaca a las triques, a los enigmáticos tascuates venidos de la sierra, a las mazatecas dando flores perfumadas, los de Etla, los costeños, los de Tlacolula, las hermosas mujeres de Tuxtepec con su piña al hombro y su colorido, los de Ejutla, las tehuanas y las chinas oaxaqueñas con sus grandes canastas en la cabeza llenas de flores secas. Toda esta magia de la Guelaguetza ocurre en un lugar cada año, su epicentro es el cerro Tani-Iao-noyalaoní, conocido como el Cerro del Fortín -de San Felipe del Agua-, ocurre en el auditorio construido especialmente para dicha celebración.
Hoy el Cerro del Fortín y la festividad atraviesan las amenazas de la modernidad más pueril, el proyecto de construcción del Centro cultural y de convenciones de Oaxaca, que el Gobierno del Estado, encabezado por Gabino Cué, pretende realizar, según bajo la argumentación de un proyecto de arquitectura y diseño vanguardista. Es notable la falta de sensibilidad histórica en este caso, alejado del verdadero conocimiento de lo que el cerro representa en lo simbólico y cultural, más allá de lo estético y lo funcional. No todo objeto o lugar edifica su estética por sí mismo, sino también por las cualidades que se le han adherido a él mediante una construcción popular. El gran maestro Francisco Toledo encabeza la resistencia cultural y social de manera reflexiva para decir Sí al proyecto, No! en el Cerro del Fortín.
La defensa del Cerro es la defensa misma de la Guelaguetza, del orgullo de la tierra, la tradición y la alegría, el colorido, la música, fiesta de fiestas del alma indígena en su colectividad, en el agradecimiento a la tierra y celebrar el acto de dar y compartir los frutos que de ella emanan. Esto también es diseño.